lunes, 29 de enero de 2018

Talla y peso

En una pared del baño principal de la casa de mi madre, un espacio estratégicamente ubicado tras la puerta corredera y solo visibles cuando esta se cierra por dentro, quedan los rastros del tallado y pesaje de mis sobrinos en distintos momentos de sus vidas, cuando a lo largo de las mismas y con ocasión de sus visitas, cada verano o navidad y desde que empezaron a caminar por sí solos, se repetía el proceso y la marca así registrada quedaba impresa en la baldosa del baño. Luego, años más tarde, llegaron mis hijas y pese a que su presencia en esa casa era más frecuente, con idéntica cadencia fueron sometiéndose a similares procesos.

Pasados los años, cada vez que me enfrento a esta pared, un inquietante vértigo se apodera de mis reflexiones y echo cuenta del tiempo pasado desde la primera marca, apenas a sesenta o setenta centrímetros del suelo. Y sonrío al recordar la urgencia con la que, para premiar la voracidad de una comida o una merienda, les asegurábamos que estaban creciendo muy deprisa y había que tallarlos ya, sin perder un minuto. Allí nos acercábamos, cogidos de la mano y mientras apoyaban sus cabezas y sus pies descalzos, pegados en sus talones, contra la pared, levantaban su mirada como si con aquel gesto de altanería la marca fuera a superar en mucho la anterior, Y recuerdo que en aquellas prisas habrían olvidado quitarse los restos de las natillas de chocolate de sus bocas. Luego los pesaba y anotaba minuciosamente su nombre y la fecha.

El tiempo -mucho- es lo único que ha logrado difuminar un tanto las marcas del rotulador indeleble con el que marcaba todos estos datos. Por su parte, mi madre siempre contempló esa actividad con la suficiente complicidad como para no permitir que ninguna de las personas que atendieron la limpieza de la casa se encargaran de borrar esas señas.

No sé muy bien en qué momento comenzó a interrumpirse esa tradición. Supongo que en un momento dado cualquiera de mis sobrinos, con suficientes muestras de madurez como para evitarme un planchazo, debió dibujar en su expresión gestual un mohín de desaprobación -muy respetuosamente, por supuesto- y aquella práctica fue haciéndose cada vez más esporádica.

Por su parte, en el caso de mis hijas, al tratarlas diariamente, quedaba fuera de justificación y salvo algún coletazo esporádico, también hemos proscrito la practica.

Aún así, quedan suficientes muestras como para, hoy en día, obtener suficientes conclusiones acerca del crecimiento de todos ellos: comparaciones y expectativas que generaban aquellas rodillas huesudas y aquellos pies tan rechonchos. Y el resultado no sorprende. El que prometía que iba a ser alto, lo ha sido, lo está siendo. Y los que auguraban un crecimiento menor también lo han confirmado.

Queda en la memoria el júbilo de sus carreras hacia la pared, el gesto de rigor al ser tallados y las bocas tiznadas por el yogur griego o las natillas de chocolate. Y sobre las baldosas del baño una ristra de muescas en rotuladores de diversos colores que sólo el tiempo, mucho, está logrando borrar.

Sí que hemos crecido!

lunes, 22 de enero de 2018

Cerrado por invierno

En Baleares, comunidad de un gran potencial turístico, seguimos padeciendo, pese al gran esfuerzo colectivo por corregirlo, una severa estacionalización  de este sector económico tan productivo en España. (ojo, ochenta millones de visitantes en 2017, ahí queda el dato). En consecuencia, llegan los meses de enero y febrero -diciembre nos hace vivir en una permanente orgía de gasto- y determinadas zonas de nuestra isla proporcionan escenarios ciertamente desoladores.

Gracias a mi consabida nefasta gestión personal en asunto de vacaciones y días libres debo agotar en este primer mes todo mi crédito del año anterior y  puedo disfrutar de las gentiles calmas de enero y volver a mis rincones estivales donde ahora todo es paz y quietud. Además, en esta época, el sol tibio en la cara aporta una agradeable sensación de bienestar y facilita el tránsito de optimistas ensoñaciones. 

La orilla de la playa se cubrió por un espeso manto de algas secas que depositaron los tres o cuatro intensos temporales que trajo el otoño y enormes placas de hormigón fueron violentamente arrancados por el potente oleaje y yacen sorprendemente muy alejadas de donde se fraguó en su origen. La soledad de la playa se interrumpe esporádicamene por la presencia de tres o cuatro espontáneos que pasean sus perros, jubilosos y olisqueantes de todo cuanto pisan y por donde pasan en su alocada y caótica carrera.

Devuelvo mi mirada hacia el libro, Corrupción Policial, de Don Winslow, un estremecedor análisis de la situación actual de la Policía de Nueva York, envuelta en una convulsa actividad contra el crimen y contra sus propias corruptelas: el dominio de cada distrito por bandas de delincuentes perfectamente organizados y que tienen repartido y pactado, a regañadientes,  el suministro de todo tipo de drogas y sustancias tóxicas. Nada nuevo, por otro lado, de como nos lo han pintado siempre excelentes producciones cinematrográficas. Se repite la historia de luchas de egos policiales, tratos con confidentes, intercambios de información, abusos, etc. Mucha droga, de todo tipo y procedencia. Es espeluznante el tratamiento del autor y su conocimiento de, lo que parece, la gran degradación de emblemáticos distritos de Nueva York. De hecho, el propio título de la novela deja poco espacio a la sorpresa.

La reflexión, que podría llevarme a  equívocas asociaciones y conclusiones, me obliga a aligerar mi atuendo y lanzarme a un primer paseo dentro de la orilla. En principio el agua comienza a mojar mis pies; luego los tobillos. Llegará a la cadera y al final acabaré en un súbito y fugaz chapuzón, o dos. Está muy fría, rompe el ritmo normal de la respiración. Una inmersión que ahuyentará mi malos presagios y mejorará mi tono anímico y físico. Se siente uno como un ortodoxo ruso -un Putin-  celebrando le Epifanía del Señor. Tal vez iría bien un traguito de vodka para recuperar la temperatura corporal y sin duda vendría mucho mejor un tarrito de caviar. Eso sí que es reconfortante, teniendo en cuenta que lo más parecido que llevo en mi mochila es una lustrosa pero modesta manzana.

En mi tránsito hacia y desde la playa ratifico la imagen de parón total de las calles y locales de esta zona que en verano vive permanentemente agitada por un desfile de turistas, maletas y coches de alquiler. Los cristales de los restaurantes pintados deliberadamente de blanco, haciendo inaccesible a la vista su interior. Los hoteles, cerrados, ya han iniciado las obras de rehabilitación y modernización y sus entradas se ocultan tras palés de diverso material de construcción. A las máquinas de la O.R.A. les han colocado una plancha y parece la capucha que se coloca a las aves de cetrería y el aparcamiento es libre en toda la zona. Los supermercados que venden bebidas frías y helados a los cientos de visitantes también están cerrados, así como la mayor parte de los bares y cafeterías. Actividad cero. 

Un cartero aparca su ciclomotor junto a un buzón amarillo. Casi sin apearse, lo abre y extrae la saca de su interior y la sustituye por una nueva. Desde mi coche me he dado perfecta cuenta de algo en lo que él, tal vez,  no ha reparado. Su movimiento mecánico, le ha impedido apreciar la ligereza de la saca que había en el buzón. Es más que probable que estuviera tan vacía como la que acaba de colocar. ¿Quién iba a mandar una carta desde esta zona en esta época del año, cerrada por vacaciones? ¿Una postal? ¿Eso qué es?




lunes, 15 de enero de 2018

Algo más que una portada, decían algunos.

No me atrevería a dar fechas, que para eso están los propios medios y me fiaré de mi memoria, a pesar de que, normalmente, no es lo que uno recuerda, sino cómo lo recuerda y, por tanto, existen suficientes razones para sospechar que, una vez más, podemos habernos creado un recuerdo no muy exacto o no muy preciso.

Lo cierto es que allá por mediados de los 70 (siglo XX, ¿hasta ahí de acuerdo, Carlos B.?) apareció en los kioskos una nueva publicación que traía en su portada razones suficientes como para que un adolescente de aquella época pudiera sufrir, al contemplar la revista colgada de una pinza en un mugriento alambre, una alteración en su sistema neurológico emocional y pudiera quedar absorto por la contemplación de determinadas partes de la anatomía femenina que hasta ese instante habían quedado muy alejadas de su casta mirada y de su mente limpia y virgen conciencia. So pretexto de comprar el  Dicen o el Mundo Deportivo o el As Color, las visitas al kiosco se hicieron cada vez más frecuentes y se prolongaban más de la cuenta y, al tiempo que  se pagaba el duro o seis pesetas al kioskero, la mirada torba y mal disimulada se deslizaba lánguida y concupisciente sobre los muslos y el pecho de la chica de la portada del Interviú.

Pasados los años y cuando la madurez emocional transitaba paralelamente al crecimiento del bigote, aquellas portadas y los reportajes interiores fueron adquiriendo solera y popularidad en la población española y especialmente entre los jóvenes de mi edad y no había peluquería ni sala de espera donde  no se presentara la ocasión de regalarse la vista con aquellas chicas -en principio famosas- que lucían el 95% de su espectacular y graciosa anatomía.

Y luego, pasados unos años, llegaron el juicio y las apreciaciones personales. Había -eran ya los ochenta- muchos progres del momento que, junto con El País, se calzaban el Interviú bajo el brazo con la excusa de que los reportajes de su periodismo de investigación eran excelentes. Una antigua compañera de mi trabajo en el Hospital, Margarita, felizmente casada por entonces y con cinco hijos,  lo adquiría para su marido al vendedor ambulante de prensa que recorría el centro, antes de instalarse en su kiosco de la planta de consultas externas. Según ella, era para que pudiera leer esos reportajes, tan fenomenales e instructivos para los jovenes inquietos del momento. A mí me consta que él se estudiaba especialmente la portada y las páginas centrales y personalmente creo que, tal vez solazándose con la contemplación de aquellas chicas, lograba ella quitarse de encima a aquel tipo que si no fuera por eso trataría de llegar a la media docena, o más.

Yo compré, esporádicamente, algunos ejemplares y, lo reconozco, no fue por su periodismo de investigación sino por el irresistible morbo de ver en cueros a alguna de las mujeres que aparecieron en su portada.

Si tuviera que destacar alguno, el ejemplar de Marisol, y su doble destape; el físico, con un cuerpo que entonces nos parecía -aunque algo escaso- muy atractivo y el político, al manifestarse simpatizante del Partido Comunista de España. Quien tuviera en su memoria -como era mi caso- el recuerdo de aquella insufrible y cursi  niña pizpireta jaleando a su caballito para que corriera y corriera, no saldría de su asombro al contemplarla en la portada de septiembre de 1976 con una rosa amarilla cubriendo el 5% de su anatomía que no se percibía por la vista.

La historia de Interviú, con todo, se corresponde prácticamente con la historia de nuestra transición y aunque no se puede decir que haya yo contribuido a su supervivencia económica, no ha dejado de impactarme la noticia de su desaparición. 

Lo cierto es que hay mucho más muslo, teta y culo en cualquier teléfono móvil que lo que pudiera ya verse en esa revista y la crisis del papel está sacudiendo muy duramente al sector de las publicaciones. Leemos poco, mejor en relato corto o en 140 caracteres máximo, y en cuestión de desnudos, que cada cual repase la galería fotográfica de su móvil o sus archivos del whatsapp.




lunes, 8 de enero de 2018

Para quienes no creen.

En las lejanas madrugadas de aquellos días de Navidad y de Reyes, tras  copiosas cenas y cuando los roncitos del Capitán Morgan ya habían exprimido una docena de limones y habían bailado sobre la mesa más de una polka, llegaba el momento click de Famobil. Entraban en la sala en sus cajas precintadas y flamantes de circos, delfinarios, zoos, o barcos piratas y nos quedaba el resto de la noche -hasta el mismo alba- para ir  ensamblando, pieza a pieza, cada uno de los diversos y minúsculos elementos que componían el juguete. Ni el sopor causado por los efluvios del ron ni el hambre -era el momento para que la caña de lomo cinco jotas hiciera acto de presencia y diera unos cuantos pases más, a corte de entrecot, como consistente resopón- eran capaces de arruinar el proyecto. Sin apenas tiempo para habernos repuesto ni para lamernos las heridas causadas por los excesos, mis sobrinos, fresquitos y aseados y recién levantados y que eran los destinatarios de aquellos juguetes, aporreaban en bata y pijama, las puertas de todos los dormitorios de la casa y había que levantarse, echarse un agüita por todo lo alto y prestar la debida atención y responder a la mágica entrada -a tropel- en aquella sala con el aire aún muy turbio por el humo de los cigarros que acababan de apagarse. Los Reyes Magos traían sus regalos y un equipo de pajes los acababan montando. Esto es lo que hay.

Hasta el pasado sábado, cada mañana del 6 de enero y pese a que ya en los últimos años eso ha dejado de ser frecuente en el día a día, mis hijas -especialmente la menor- han solido levantarse antes que yo y han entrado en nuestro dormitorio con una amplia sonrisa pintada en sus caras. El protocolo recomienda hacerse un poco el remolón, manifestar que no se han escuchado ni pisadas ni susurros durante la noche y que lo más probable es que los Reyes Magos de Oriente hayan pasado de largo y no se hayan detenido en nuestra casa porque, como son muy listos, saben que ya el inefable papa noel de las narices ha colonizado este hogar, colmándolo de regalos  el día de Navidad.   Ellas insisten y empiezan a tirar de la ropa de la cama forzándonos a que pongamos pie en tierra, a pesar de todo.

Y el ceremonial continúa con mi incursión en el salón y hacer una primera descubierta para comprobar si se confirman o no nuestras sospechas y en su caso preparar un poco de música para que suene como señal de que ya puede entrar el resto de la familia.

Un caminito de sugus de todos los colores y sabores guía los pasos, insisto, desde los primeros años, hasta los pies del árbol donde, ordenadamente, junto a cada zapato  y letrero, se apiñan los diversos regalos. 

Un año más, mis sospechas y recelos no se confirman y la magia continúa. Sí. Han venido los Reyes Magos y a todo trapo suena aquella tradicional melodía con la que se ha abierto la puerta del salón los últimos dieciséis años.....Había una vez, un circo....Y luego Susanita, El saludito de Don José, la Gallina Turuleca, etc, hasta que al final se impone un poquito la normalidad y el spotify nos obsequia con algo más actual. (reguetón no, que está prohibido en casa)

Esta festividad, para un grinch profesional como yo mismo me considero, constituye una de las honrosas excepciones respecto de mi general apreciación sobre estas fechas. Como de todo cuanto ha sucedido en mi casa durante todos estos años en esta ilusionante mañana de Reyes Magos han quedado los consiguientes reportajes fotográficos y vídeos, resulta muy gratificante, pasados los años, corroborar la ilusión de los primeros pasos de mis hijas por los caminitos de sugus y la caótica y desordanada apertura de paquetes, acompañados del consiguiente jolgorio. Detalles que han de perdurar lo que la vida y el tiempo nos permita independientemente de que, como es mi caso, quedará para siempre grabado en nuestra memoria, como quedaron los que yo mísmo vivía hace medio siglo, año arriba, año abajo, como así atestiguan, también, las fotos reveladas en papel, en blanco y negro un tanto abarquilladas -papel Agfa- que todavía se conservan en casa de mi madre.

Frente a esta -lo reconozco-  sensiblera, emotiva, incluso blandengue y nostálgica melancolía por esta celebración, quisiera dejar  muestra de mi más enérgico rechazo a que seres descreídos y contrarios a este ceremonial, traten de manipularlo hasta pretender robarle la esencia principal que lo motiva, que no es otra que la ilusión de los niños. 

El que no crea tiene perfecto derecho a dedicarse a otras cosas, a otras carrozas, pero que quite sus sucias manos de los niños de los demás. 

¿Yo? Sí creo.




lunes, 1 de enero de 2018

Un nuevo año

Dejamos atrás 2017 y entramos en 2018!! Desde mis primeras sensaciones de consciencia del veloz transcurso del tiempo, de mis años, de mi vida, cada nuevo momento parecía tan lejano como el propio siglo al que le hemos arrancado, completos, nada menos que diez y siete años. Y seguimos fieles a la misma tradición. Cerramos con uvas y abrimos con besos, brindis y buenos deseos que luego se cumplirán o no, eso ya lo veremos. Con una cita también tradicional. Altavoces conectados y viajamos desde el salón de casa al salón dorado del Musikverein: Concierto de Año Nuevo después del chocolate caliente sobre mantel de hilo y mi tradicional ración de panettone.

Pasadas las primeras horas del nuevo año, a los postres de la primera comida, levantaré mi copa de cava catalán-por supuesto y pese a todo- y brindaré por todos mis familiares, por mis amigos -por todos- incluso por aquellos con los cuales, por determinadas circunstancias; los años, la vida y diferencias de criterio, la distancia se ha hecho insoportable e insuperable. Y, por qué no, también por mis enemigos, los que  creen que lo son y esos  otros que se han hecho cansinos virales por su visceral odio hacia todo lo que a mi me gusta y que salen en papeles todos los días del año....

Y desearé que cesen los fuegos, las violencias. Que reine la palabra y, pese a la discrepancia, que seamos capaces de construir adecuadamente el futuro de nuestros hijos. Nos lo exigen y no podemos desatender sus expectativas, ni traicionar a sus ilusiones, ni pulverizar sus sueños.  Es decir, desearé todo lo que -presumo- desea la gente de buenas intenciones y que son/somos muchos más de lo que nos imaginamos aunque les/nos cueste un poquito exhibirnos así en público o algo menos en privado y aunque les/nos envuelva a veces una capa de aparente rudeza que para nada se corresponde con sus/nuestros verdaderos sentimientos.


Pero por encima de todos, brindaré por los que no están lo suficientemente cerca como para encontrármelos al doblar una esquina o al entrar en una tienda o en un restaurante. Esos que atendieron la llamada de un deber y se alejaron por un tiempo de su familia; de sus padres, de sus cónyuges y de sus hijos y este primer día del nuevo año lo han celebrado  lejos de casa, pegados a una pantallita que les acercó por unos breves instantes y lo máximo posible a unas caras sonrientes que le esperan y que se preguntan por qué motivo no pueden abrazarle. (No hace falta decir que en absoluto pienso en esos otros personajes que, envueltos en un falso heroísmo impostado pusieron bombones y coles por medio) 


Brindaré, en fin, por mis compañeros de profesión que el día uno de enero del nuevo año ya han izado nuestra bandera muy lejos de su hogar. Conozco a alguno de ellos y ese día brindaré por ellos, por sus padres, por sus madres, por sus hermanos, por sus esposas, por sus hijos...


Y también, cómo no, esos otros que por motivos profesionales y familiares se encuentran a cientos o a miles de kilómetros de su familia porque decidieron sacrificar esa zona de confort para tratar de encontrar un horizonte más próspero. 


Que volváis pronto a casa. Un fuerte abrazo y feliz 2018.










Nombres que remueven la memoria

La primera que yo recuerdo fue una pequeña y coqueta Iberia blanca. Sobre una de las encimeras de la cocina, resultaba muy atractivo para in...