lunes, 11 de diciembre de 2017

Wonder

Se acercaba el día de cumpleaños de mi hija menor, Ana, y unos días antes le pregunté lo que deseaba como regalo por su decimotercer aniversario y el tipo de celebración que más le apetecía. La respuesta fue muy apropiada para su edad. Unas Converse All Star y una tarde de cine con compañeras de clase y, de todas las películas de la cartelera, la preferida era Wonder . De hecho ya se sabía de memoria los diálogos del trailer publicitario. 

La edad de los trece años puede suponer una fina línea fronteriza entre la infancia que va quedando atrás, con sus peluches, juguetes y llantinas desconsoladas, con sus fiebres intempestivas y los virus que todo lo justifican y que nos transformaron  en padres histéricos que colapsábamos los servicios de urgencias de las clínicas pediátricas y una pre-adolescencia -o adolescencia, directamente- que empieza a alterar los rasgos físicos y los gestos. Esa edad en la que un juguete nunca sobra pero suele estar de más. 


Las Converse Chuck Taylor All Star color beige fueron complementadas con un capricho personal; una bonita sudadera con cremallera, color azul, también de Converse -cultura americana, qué le vamos a hacer- .  La sesión de cine con sus cuatro compañeras de clase se convirtió en una terapia de grupo, la fría tarde del sábado: chuches, palomitas y kleenex, muchos kleenex. La película, al final, también forma parte del regalo. Me explico.

No puedo negar que el tema, la fecha y la participación estelar de Julia Roberts en el reparto están orientados a garantizar el  éxito de taquilla rentabilizando, como gancho eficiente, la sensibilidad del espectador. Lo admito y punto. Ahora bien, fuera de ese contexto y alejándonos de las bolas rojas y del deslumbramiento que ocasionan las luces navideñas, el argumento puede resultar un interesante experimento de crecimiento personal. Un niño, Auggie, de diez años y con un rostro reconstruido quirúrgicamente al haber nacido con unas tremendas deformidades y ausencias faciales, se incorpora, tardíamente, a un centro escolar. El menor ha sobrellevado la situación gracias al exceso sobreprotector de una angustiadísima mamá y el casco de astronauta que deberá abandonar al cruzar el umbral que separa su mundo interior sin escaparates y el cruel entorno que le espera en el colegio  en que debe empezar a convivir con esos seres extraños de su misma edad y aparentemente perfectos que, seguro, van a rechazar su aspecto y sus cicatrices sin máscara. 

Cada centímetro de su piel, rasgada por las aparatosas huellas de la milagrosa cirugía reparadora, es un centímetro que le permitirá  avanzar en su crecimiento. Todos los seres humanos tenemos nuestras propias cicatrices y las ocultamos o las disimulamos, tapádonos la boca cuando sonreimos, o colocándonos el flequillo adecuadamente, escondiendo el pulgar que nos pilló una puerta del coche hace treinta años, etc.. Tapamos nuestras cicatrices y las hacemos invisibles a los demás. Auggie no puede ya ocultar su cara porque el casco de astronauta se quedó en casa y por mucho que demuestre su auténtico valor no facial, sus compañeros de clase, en la sensiblera intención del guionista siguen rechazándolo como si fuera un apestado.

Al final hay que aprender a vivir con nuestras cicatrices, con nuestros defectos y solamente asumiéndolos y destapándolos, empezamos a crecer en nosotros mismos primero y frente a los demás después, a pesar de que no estemos muy conformes con ese rasgo, con esa cicatriz o con esa mancha. 


El esfuerzo y ánimo de superación tienen al final su recompensa.


Por cierto, sospecharía de quien fuera capaz de ver la peli y no echar mano de un kleenex, aunque sea prestado.

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