Pasan los años. El cabello -los que aún lo conservamos- se ha vuelto más blanco y la piel se ha ido arrugando, dejando evidencias de una más que notable pérdida de tersura. Los ojos mantienen su color y tal vez -según los casos- la firmeza de su mirada cuando decimos la verdad pero necesitan un auxilio para dar, a la función que tienen encomendada, un resultado satisfactorio. El corazón se endurece ¿cómo si no aguantaríamos los golpes que vamos recibiendo? No implica su dureza una ausencia de dolor. Duele aunque galope en ocasiones desbocado a golpe de esos palos. Y seguramente alguno de los otros órganos vitales que nos han permitido llegar hasta aquí ha empezado a dar pruebas de una ligera fatiga.
Y llegan estos días en los que, sin querer, sin darte ni cuenta, miras a tu alrededor, hacia esa silla de la mesa y echas en falta a alguien que ya no está, aunque haga mucho tiempo que se fue y con el que querrías compartir de nuevo - solo un ratito, solo por hoy, venga, por favor- un menú más especial, una tertulia; recibir un consejo y una recomendación o algún reproche o un halago y echar con él otro traguito de ese buen vino o una copita de cava. Juegas inconscientemente con las migas que quedaron en el mantel, junto a las copas vacías y las botellas sin el último culín al tiempo que la mirada vacía abre discretamente la puerta del desván, donde reposan silenciosos tantos recuerdos buenos. La luz se va atenuando en una sobremesa a la que sorprendió una oscura media tarde y que acabó en noche. Y los más jóvenes, en sus propios tiempos y en sus vidas propias, levantaron el vuelo de la mesa, se dieron dos vueltas a la bufanda alrededor de sus cuellos y cerraron la puerta tras de sí. Su vida empieza ahora y todo son consejos y bienaventuranzas. Más sillas vacías y más ensimismamiento.
Los pequeños cachorros que nos levantaban a media tertulia de sus siestas y requerían la atención del cambio de pañal y del yogur de su merienda han crecido. Ya cazan solos, ya escuchan su propia lista de éxitos, disponen de su canal de comunicación social sobre el que teclean compulsivos y en el que ya casi no estamos ni apenas se nos espera más allá de una hora o una cita porque hay que recogerlos cuando falla el bus o se hace tarde.
Y en esa agridulce sensación de esta media tarde, pasados los momentos de las risas y de las ocurrencias cómicas de un hermano o de un cuñado, nos ausentamos con el brillo del cristal y el móvil no deja de parpadear con imágenes de mesas ajenas y miradas lejanas de aquellos amigos que quedaron atrás con sus historias, con sus vidas en las que ya no estamos, o de otros que quedan en la reserva hasta el año que viene por estas mismas fechas y que quisieras tener más cerca de vez en cuando, en la misma mesa. Otros ya ni figuran en tu agenda... y amores.....Ay! con cuántos de ellos te habrías hecho mil selfies y sin embargo ya no alcanza tu tiempo ni para averiguar ni dónde, ni con quién, ni cómo estará, aunque les sigas queriendo y apreciando como probablemente ellos a ti. Tu felicidad está alrededor de esta mesa y cruzas una mirada de reconocimiento de que todo está bien, de que eres feliz, de que eres un afortunado, de que cada día de tu vida te está tocando la lotería, aunque haya pasado ya más de media vida y de que tu pelo se va aclarando, se va volviendo blanco, tu piel se va arrugando y para atender el puñetero teléfono tienes que volver a calzarte esas gafas verdes que te compraste en el Tiger.
Feliz Navidad, feliz vida.
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