Todavía no son las siete de la mañana y la actividad en la casa es la propia de un día lectivo y laboral cualquiera. Las luces de habitaciones, pasillos, baños y cocina ya están encendidas. Noticias por un lado y Melendi en los respectivos dormitorios de mis hijas. El vapor de las duchas matutinas se dispersa por el pasillo y suenan simultáneamente el secador del pelo, un cepillo eléctrico de dientes, la cafetera y el microondas. Un inmenso y casi inabordable campo magnético invade imperceptiblemente la casa. Habré sido finalmente capaz -me pregunto- de transmitir esa tensión tan mía de toda la vida para que desde primera hora, nada más desembarazarse de los edredones, cada miembro familiar de esta bendita casa sea capaz de entender que hay prisa, que hay que salir en menos de media hora, que por la mañana hay que tener un ojito en cada cosa pero el otro en las manecillas del reloj. Parece que sí.
Apuro mi café con leche en soledad, sentado en la cocina mientras continúa el trasiego en el resto de la casa. Soy el único que presta atención a la información que transmite Herrera. Me quedo reflexionando por unos segundos, viendo el fondo de la taza de porcelana y las psicodélicas composiciones de la crema de la leche mezclada con el tizne oscuro del café.
Vivimos momentos difíciles, los más críticos de los que, de la reciente historia de España, yo he vivido (y son años). Ahuyento el pesimismo con el último trago y me pongo a hacer los bocadillos del cole. Seguimos una rutina mecánica que no debería alterarse, a estas alturas, por esa bomba mediática que está a punto de estallar. Temo que, en cualquier momento, se interrumpa la programación habitual con una grave noticia de alcance. Dios no lo quiera.
Vivimos momentos difíciles, los más críticos de los que, de la reciente historia de España, yo he vivido (y son años). Ahuyento el pesimismo con el último trago y me pongo a hacer los bocadillos del cole. Seguimos una rutina mecánica que no debería alterarse, a estas alturas, por esa bomba mediática que está a punto de estallar. Temo que, en cualquier momento, se interrumpa la programación habitual con una grave noticia de alcance. Dios no lo quiera.
La vida continúa y sigue sonando Melendi en los dormitorios de mis hijas mientras les exhorto a aligerar sus quehaceres para salir de casa lo antes posible. No, si al final me suenan las canciones de ese asturianu y empiezo a escucharlas en mi interior y a tararear algún estribillo...."y yo te dije "niña te invito a un mojito", tú me dejaste clarito que la cosa no iba así (oye la cosa no va así), y fue entonces cuando le pedí a la Virgen de la Caridad del Cobre, que intercediera por mí (ay que intercediera por mí)"....
Musito la canción y pienso. Y recuerdo, al hilo de lo que escucho en la radio, las canciones de Serrat, el mal catalán, el catalán de senyera y barretina, como la del patufet, cinc centims que decía mi padre y recuerdo L'Estaca y otras canciones de Lluis Llach, el buen catalán, el de la estelada y gorra de visera. Cómo nos cambian la historia. Ahora resulta que el nuevo símbolo diferenciador es una senyera estelada, como si la anterior bandera, la vieja senyera ya no fuera símbolo legítimo de los buenos catalanes. No, claro, esa también la utilizan los malos catalanes y la combinan, además, en el mismo mástil con la española. Llegará el momento en que las harán arder juntas -reflexiono amargamente como hace unos instantes sobre el poso del café- y se me encoje el alma y esa esencia que llevo dentro, de mixtura catalana y andaluza. Lo dice mi adn, mi mapa genético, pero lo escribieron en mi memoria mis años de infancia y juventud vividos en Barcelona. Recuerdos y emociones que en la tempestuosa actualidad amenaza con contaminar esta pandilla de pederastas intelectuales que no dudan en manosear la inocencia de cientos de miles de escolares de Cataluña con historias y ficciones que inculcan un odio feroz hacia todo lo español. Pensamiento único. Luego, esos mismo profesores, esos mismos adultos se emocionarán con las películas del holocausto judío y reconocerán que lloraron al leer o al ver la película de El niño del pijama de rayas. Cuánta barbarie y cuánta hipocresía.
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