lunes, 14 de agosto de 2017

Un cachito del verano entre hortensias

Las ruedas del Escort iban recortando la cuneta, esquivando los matorrales de hortensias que se arracimaban sobre la calzada. A cada golpe de volante le seguía un brusco acelerón. Por el retrovisor eran visibles los vaivenes de las plantas hasta recuperar su verticalidad. En cada curva aparecía un nuevo matorral que por su exuberancia casí impedía la visualización del trayecto de la carretera que volvía hasta Ferrol. Atrás quedaban los arenales de Doniños. De eso hace treinta años y he regresado al lugar de los hechos.

Efectivamente, todo este tiempo después, me he tomado una semana en aquel recreo. Mientras que en Palma, en mi ausencia, las temperaturas  han trepado violentamente hasta los cuarenta grados y el aire, me dicen, era irrespirable y provocaba en los habitantes de Baleares la angustiosa sensación de estar tomando las ultimas bocanadas de aire -como un pescado recién extraído del mar sobre la cubierta de un llaüt- una agradable sensación de bienestar térmico envuelve mi excursión ferrolana.

En ningún caso  constituía un viaje al pasado. Al menos no lo era intencionadamente. Se trataba de recuperar un poco de su gastonomía y, de paso, visitar parte del camino andado. No dejé nada pendiente cuando me fui; nada por hacer ni nada por recuperar. La historia, en lo personal, se cerró el mismo día en que, con el Ford verde jade y unos cuantos bártulos en el maletero, atravesaba por última vez el viejo puente de As Pías con la certeza de que una parte de mi vida se quedaba en aquella ciudad y con un remate final claro en la terminología naval: DESEMBARCO.

He paseado en solitario por  cada una de sus calles. El hecho de que muchas de ellas sean peatonales permite al viajero la plácida observación de sus fachadas, de sus adoquines, desgastados en sus bordes y esquinas por el paso de los años - no sé si algunos incluso centenarios- y por el peso de las lluvias.  Impone, a quien lo conoció en momentos de mayor esplendor económico y social, la quietud y languidez de ese casco antiguo. La Plaza de Amboage, con la vieja estatua del Marqués, cubierta por una pátina verdosa que no recordaba,  fue el fondo de mi primer selfie-adivinanza guasapeado a mi querido amigo Pedro. Bajé por la Calle Real y reconocía, a cada paso que daba,  los locales que urdían cotidianamente el tejido comercial de aquellos años; La Pastelería Real y su afamada y reconocida tarta sácher, Calzados Nores, Acevedo, la Panadería Stöllen, la Central Librera y un sinfín. Muchos otros echaron el cierre y quedaron para la historia y su espacio  permanece inmóvil y abandonado, sin rastro de vida en su interior, como viejas embarcaciones embarrancadas, con sus escaparates empañados por el olvido colectivo de una población que no repara siquiera en su presencia. Forman parte de un archivo histórico, una foto fija que conmueve a quienes transitábamos por aquellas calles a finales de los ochenta.

Algunos de los bares y cafés, lugares de encuentro habitual en la época en que volabamos libres sin necesidad de atar nuestra agenda social a un teléfono y sus múltiples aplicaciones, permanecen abiertos en la actualidad. Otros han alterado su fisonomía y no resultan reconocibles a pesar de mantener su nombre. La Jovita, O toldo, el Oslo. Hay nuevos locales y algunos de ellos interesantes pero en este ejercicio de memoria he querido recuperar viejos sabores.

El centro de Ferrol se recorre en muy poco tiempo y en las horas centrales del día, con tiempo soleado y seco, el bullicio de julio se apodera de las principales calles, en los tramos que van desde la Plaza de Armas hasta la del Marqués. Los ferrolanos son muy sociales y se paran unos a otros en medio de una intersección de calles para charlar, o se sientan plácidamente para tomar un buen café con leche en las terrazas. Escudriño sus rostros y una parte de mi subconsciente busca rasgos familiares y trato de reconocer, después de treinta años, si esa señora o aquel nacho, son fulanita o perenganito. Y sonrío aliviado al plantearme si esta o aquel no podrían ser ahora mi cónyuge, mi suegro.....de haberme quedado a vivir aquí unos pocos años más. No fue así y volé bien lejos para volver un par o tres de ocasiones y de esto hace también mucho tiempo.

La oferta gastronómica de Ferrol es uno de sus principales activos -y alicientes-. Siempre hay lugares donde regalarse un excelente bocado y un  buen vino del país servido en la copa adecuada.  Además de albariño me he regalado unos cuantos tragos de mencía y me ha secuestrado la razón la sutileza del "Crego e monaguillo", un Monterrey sencillamente exquisito. En esto han perfeccionado el servicio. La primera vez que me pedí un tinto en la zona del Cantón, en un bar que ya no existe, me lo sirvieron en un vaso de tubo. Hoy en día en cualquier local, a demanda de un buen vino te responden con la copa adecuada y eso es de agradecer.

Cerca de mil kilómetros de carretera en poco más de cinco días permiten un amplio recorrido por la comarca ferrolana. La rutina de los años vividos me ha servido de experiencia y me ha brindado la oportunidad de saber orientarme entre bosques milenarios, rutas amables de carreteras no muy transitadas, sinuosas, sombreadas, envueltas en multitud de verdes desde los espectaculares acantilados de Cabo Prior y Cabo Ortegal hasta las marinas de Pantín, Cobas y Doniños. Y en esos placenteros recorridos, el placer de degustar nécoras, percebes, chipirones rebozados, crocas de ternera, sargos a la brasa, parrochitas, empanada y... el pulpo. El mejor pulpo del mundo. Ese café de media tarde, final de octubre de 2013, en la cantina del "Camp Arena" de Herat que me brindó la ocasión de conocer a Carlos F.V.R y citarnos, quién sabe cuando, para compartir ese pulpo en el  "Cholas" de Doniños.

Tenías razón Carlos, el mejor "pulpo a feira" del mundo. Y sus parrochitas y sus chipirones y su salpicón.....



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