Los hijos crecen. Van cumpliendo años y el trato y la convivencia diaria no nos permiten advertir sus cambios con la atención debida y el rigor adecuado y nos perdemos parte del encanto, con nuestras prisas, sin nuestras pausas.
Recuerdo perfectamente el día en que cumplí doce años. 14 de julio de 1972 y por tanto verano en Barcelona. El bochorno habitual propio de esa época del año en aquella ciudad recomendaba bajar las viejas persianas enrollables de madera y dejar que la ligera brisa del mediodía se colase por la estrecha rendija que separaba la última de sus lamas y el marco de la ventana. La casa permanecía, durante las mañanas, en una solemne penumbra. Los visillos apenas aleteaban en una leve danza que contrastaba con la plomiza quietud de los faldones de las cortinas de cretona aterciopelada, mucho menos livianos. Sonaban marchas militares en el cuartel vecino; tambores y cornetas que ponían, cada día, banda sonora a la vida en aquel hogar y que envolvían, de forma natural y no necesitábamos, por tanto, mejores efectos especiales, nuestros juegos en el correspondiente ardor guerrero, soldados de plástico de aquellas bolsitas de papel a cinco pesetas de las "hazañas bélicas".
Mi madre me preguntó ese día, y lo recuerdo perfectamente -insisto-, ya que era mi cumpleaños, qué quería para comer. Mi menú favorito -contesté- Arroz en cazuela de barro y pollo a la campurriana. Y así fué.
Han pasado muchos años pero mantengo vivo el recuerdo de aquella adolescencia serena. En familia de cinco hermanos, y en aquella época, no había mucho margen para que nuestros padres pudieran atender las dislocaciones neuronales ni hormonales de su prole y no fuimos especialmente conflictivos. Éramos dóciles, obedientes y con marcado respeto y temor a nuestros mayores; lo normal, por otra parte en aquella época y para lo que podría definirse como gente normal.
En los setenta nos entreteníamos con cualquier cosa y pasábamos las horas de máximo rigor canicular deliberadamente alejados de prolongadas exposiciones al sol. Luego, por las tardes, nos pasábamos el resto del día en la piscina, en permanente remojo. Lo más digital de aquellos juegos era la habilidad para sacar rendimiento a grandes botones que hacíamos colisionar con uno más pequeño -necesariamente blanco- en una superficie lisa hasta llegar a introducirlo en algo parecido a una portería. O las canicas, a las que también se jugaba con la inestimable colaboración de los dedos.
Veo a la mayoría de los niños de hoy en día; en la parada del autobús, en los coches, en la mesa, en la sala, permanentemente ligados a un dispositivo digital, pasándoles la vida real -no virtual- por encima, sin inmutarse los más mínimo por lo que realmente está sucediendo a su alrededor. Si no viene cifrado en megas, no importa, como si no existiese.
Han cambiado los tiempos y vivimos cierta zozobra moral. Cae en mis manos la última publicación de Yuval Noah Harari, Homo Deus. Temo no estar en condiciones de asimilar todas las predicciones- muy inquietantes algunas de ellas- sobre el futuro de la humanidad. El hombre se enfrentará, en menos tiempo del que creemos a estas alturas de siglo, a dos efectos de su propia vida: el envejecimiento y , aunque parezca una perogrullada, la muerte. Mi predisposición para debatir ambos asuntos desde una mentalidad marcadamente religiosa -católica- condiciona un tanto esta lectura pero, en cualquier caso, resulta interesante este ensayo sobre la exploración, y posibilidad real, de la cada vez más próxima supremacía de la inteligencia artificial. No está nada lejos. De momento es mera dependencia. Dependemos de unas cuantas aplicaciones que marcan nuestra hoja de ruta cada día de nuestra vida. Nuestro calendario laboral, el horario de autobuses, la predicción meteorológica, qué, dónde, cuándo y con quién vamos a comer; cual es la mejor ruta para llegar a un determinado sitio, etc.
Y si entramos en redes sociales...
Mis hijas, adolescentes, empiezan a desarrollar cientos de habilidades sobre el manejo de medios informáticos y un sinfín de aplicaciones. No las envidio porque no envidio del todo ese futuro que les va a tocar vivir. Muy probablemente van a adquirir un gran talento en ese campo y manifestarse en contra de ello es tomar posición y ganar plaza en el analfabetismo del siglo XXI. Las desigualdades sociales del futuro ya no se darán exclusivamente por la facilidad o dificultad de acceso a una sanidad, formación, educación y alimentos. Será, además, por tener o no los medios para alcanzar los beneficios de las nuevas tecnologías en esos campos. Ciertamente inquietante.
Espero que, no obstante las grandes ventajas, jamás dejen de disfrutar de las emociones de compartir un café para dos, un par de cañas, o, como decía aquella cursi canción, un cigarrillo a medias (sin fumar, claro está).
Mi madre me preguntó ese día, y lo recuerdo perfectamente -insisto-, ya que era mi cumpleaños, qué quería para comer. Mi menú favorito -contesté- Arroz en cazuela de barro y pollo a la campurriana. Y así fué.
Han pasado muchos años pero mantengo vivo el recuerdo de aquella adolescencia serena. En familia de cinco hermanos, y en aquella época, no había mucho margen para que nuestros padres pudieran atender las dislocaciones neuronales ni hormonales de su prole y no fuimos especialmente conflictivos. Éramos dóciles, obedientes y con marcado respeto y temor a nuestros mayores; lo normal, por otra parte en aquella época y para lo que podría definirse como gente normal.
En los setenta nos entreteníamos con cualquier cosa y pasábamos las horas de máximo rigor canicular deliberadamente alejados de prolongadas exposiciones al sol. Luego, por las tardes, nos pasábamos el resto del día en la piscina, en permanente remojo. Lo más digital de aquellos juegos era la habilidad para sacar rendimiento a grandes botones que hacíamos colisionar con uno más pequeño -necesariamente blanco- en una superficie lisa hasta llegar a introducirlo en algo parecido a una portería. O las canicas, a las que también se jugaba con la inestimable colaboración de los dedos.
Veo a la mayoría de los niños de hoy en día; en la parada del autobús, en los coches, en la mesa, en la sala, permanentemente ligados a un dispositivo digital, pasándoles la vida real -no virtual- por encima, sin inmutarse los más mínimo por lo que realmente está sucediendo a su alrededor. Si no viene cifrado en megas, no importa, como si no existiese.
Han cambiado los tiempos y vivimos cierta zozobra moral. Cae en mis manos la última publicación de Yuval Noah Harari, Homo Deus. Temo no estar en condiciones de asimilar todas las predicciones- muy inquietantes algunas de ellas- sobre el futuro de la humanidad. El hombre se enfrentará, en menos tiempo del que creemos a estas alturas de siglo, a dos efectos de su propia vida: el envejecimiento y , aunque parezca una perogrullada, la muerte. Mi predisposición para debatir ambos asuntos desde una mentalidad marcadamente religiosa -católica- condiciona un tanto esta lectura pero, en cualquier caso, resulta interesante este ensayo sobre la exploración, y posibilidad real, de la cada vez más próxima supremacía de la inteligencia artificial. No está nada lejos. De momento es mera dependencia. Dependemos de unas cuantas aplicaciones que marcan nuestra hoja de ruta cada día de nuestra vida. Nuestro calendario laboral, el horario de autobuses, la predicción meteorológica, qué, dónde, cuándo y con quién vamos a comer; cual es la mejor ruta para llegar a un determinado sitio, etc.
Y si entramos en redes sociales...
Mis hijas, adolescentes, empiezan a desarrollar cientos de habilidades sobre el manejo de medios informáticos y un sinfín de aplicaciones. No las envidio porque no envidio del todo ese futuro que les va a tocar vivir. Muy probablemente van a adquirir un gran talento en ese campo y manifestarse en contra de ello es tomar posición y ganar plaza en el analfabetismo del siglo XXI. Las desigualdades sociales del futuro ya no se darán exclusivamente por la facilidad o dificultad de acceso a una sanidad, formación, educación y alimentos. Será, además, por tener o no los medios para alcanzar los beneficios de las nuevas tecnologías en esos campos. Ciertamente inquietante.
Espero que, no obstante las grandes ventajas, jamás dejen de disfrutar de las emociones de compartir un café para dos, un par de cañas, o, como decía aquella cursi canción, un cigarrillo a medias (sin fumar, claro está).
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