Aquel día, poco antes de las seis de la tarde, ya oscurecía en la Nacional II. Después de unas cuantas horas de viaje -por aquellas carreteras de Dios- entre Zaragoza, Soria y Guadalajara un Seat 124 azul, perfectamente tuneado según el esteticismo de la época, toma la última curva antes de una obligada parada para repostar gasolina, estirar un poco las piernas sus ocupantes y tomarse un café.
Un joven Coronel, un veterano brigada y un casi imberbe soldado de Sanidad Militar se apean del vehículo. El empleado de la gasolinera, con un raído mono de mecánico se ofrece para llenar el depósito y repasar el parabrisas con un viejo cubo con agua y una esponja. Entran los tres en el modesto bar. No hay apenas clientes; un par de transportistas, dos o tres viajeros más, un camarero atendiendo las mesas y otro tras la barra. El monitor de televisión transmite las imágenes del pleno del Congreso. Se trata de la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como Presidente del Gobierno. El jóven soldado no muestra el más mínimo interés y se gira sobre sí mismo. Sin azúcar, bebe su café en una pequeña taza de porcelana que apenas puede coger por su minúscula asa. Enciende un marlboro y tras echar el humo de la primera bocanada vuelve a fijar su vista en el semblante serio, anodino, de Landelino Lavilla....
Al cabo de un rato, acabadas las consumiciones los tres vuelven al vehículo y retoman la carretera. Hace frío. Vuelve a sonar en el interior el cartucho de ocho pistas de Antonio Machín. El soldado, fiel y respetuoso, echa la cabeza hacia atrás y deja por un instante sus ojos en blanco: vaya viajecito! Quedan todavía un par de horas, por lo menos, para llegar a Madrid. Cuánto deseaba llegar a la capital y sellar con un montón de besos los labios de su novia. No iba a poder ser...
Era la tarde del 23 de febrero de 1981 y viajábamos a Madrid para que mi padre fuera reconocido por un tribunal médico que dictaminara su aptitud para el ascenso. Le acompañábamos, voluntaria y desinteresadamente, su fiel suboficial de Intervención de la Pagaduría de Haberes -conductor y dueño de la joya rodante- y yo. Me frotaba las manos con mi feliz reencuentro y con el plan programado para esa noche. Sellar con mis besos los labios de mi novia. Besos y cena; muchos besos y mucha cena....yo tenía 20 años.
Nada más llegar al Hotel, muy cerca del Hospital Militar Gómez Ulla, una obligada y esperada llamada telefónica a mi madre, en Barcelona, para dar la novedad de la llegada.
- ¿Cómo estáis? ¿Va todo bien? Estaba muy nerviosa...
- Acabamos de llegar, mamá. Ha ido todo bien. Te noto muy alterada ¿Qué ha pasado?
- ¿No os habéis enterado? Hay un golpe de estado. Unos guardias civiles han entrado en el Congreso. Hay un follón tremendo.
Perplejo y desorientado rematé la conversación y fui al encuentro de mi padre. Él ya estaba al corriente. La televisión y las radios echaban humo. Nos quedamos enfrentados al viejo monitor en blanco y negro atónitos...y muy preocupados.
Todo lo que pasó a partir de esos momentos es sobradamente conocido por el común de los mortales, como diría muy bien Mariano Rajoy.
Sin el reconocimiento médico - el Gómez Ulla cerró sus puertas desde ese instante- sin cena, ni besos, ni encuentro de ningún tipo, regresamos, por Valencia, a Barcelona, al día siguiente.
Eso sí, la imperiosa necesidad de tratar de averiguar el devenir de los acontecimientos me libró de escuchar durante todo el viaje de vuelta a Antonio Machín y sus maracas. No hay mal que por bien no venga, habría dicho mi padre.
Por lo menos uno de esos besos, para tí, Mabel.
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