jueves, 23 de febrero de 2017

Aquella tarde....

Aquel día, poco antes de las seis de la tarde, ya oscurecía en la Nacional II. Después de unas cuantas horas de viaje -por aquellas carreteras de Dios- entre Zaragoza, Soria y Guadalajara un Seat 124 azul, perfectamente tuneado según el esteticismo de la época, toma la última curva antes de una obligada parada para repostar gasolina, estirar un poco las piernas sus ocupantes y tomarse un café. 

Un joven  Coronel, un veterano brigada y un casi imberbe soldado de Sanidad Militar se apean del vehículo. El empleado de la gasolinera, con un raído mono de mecánico se ofrece para llenar el depósito y repasar el parabrisas con un viejo cubo con agua y una esponja. Entran los tres en el modesto bar. No hay apenas clientes; un par de transportistas, dos o tres viajeros más, un camarero atendiendo las mesas y otro tras la barra. El monitor de televisión transmite las imágenes del pleno del Congreso. Se trata de la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como Presidente del Gobierno. El jóven soldado no muestra el más mínimo interés y se gira sobre sí mismo. Sin azúcar, bebe su café en una pequeña taza de porcelana que apenas puede coger por su minúscula asa. Enciende un marlboro y tras echar el humo de la primera bocanada vuelve a fijar su vista en el semblante serio, anodino, de Landelino Lavilla....

Al cabo de un rato, acabadas las consumiciones los tres vuelven al vehículo y retoman la carretera. Hace frío. Vuelve a sonar en el interior el cartucho de ocho pistas de Antonio Machín. El soldado, fiel y respetuoso, echa la cabeza hacia atrás y deja por un instante sus ojos en blanco: vaya viajecito! Quedan todavía un par de horas, por lo menos, para llegar a Madrid. Cuánto deseaba llegar a la capital y sellar con un montón de besos los labios de su novia. No iba a poder ser...

Era la tarde del 23 de febrero de 1981 y viajábamos a Madrid para que mi padre fuera reconocido por un tribunal médico que dictaminara su aptitud para el ascenso. Le acompañábamos, voluntaria y desinteresadamente, su fiel suboficial de Intervención de la Pagaduría de Haberes -conductor y dueño de la joya rodante- y yo. Me frotaba las manos con mi feliz reencuentro y con el plan programado para esa noche. Sellar con mis besos los labios de mi novia. Besos y cena; muchos besos y mucha cena....yo tenía 20 años.

Nada más llegar al Hotel, muy cerca del Hospital Militar Gómez Ulla, una obligada y esperada llamada telefónica a mi madre, en Barcelona, para dar la novedad de la llegada.

- ¿Cómo estáis? ¿Va todo bien? Estaba muy nerviosa...
- Acabamos de llegar, mamá. Ha ido todo bien. Te noto muy alterada ¿Qué ha pasado?
- ¿No os habéis enterado? Hay un golpe de estado. Unos guardias civiles han entrado en el Congreso. Hay un follón tremendo.

Perplejo y desorientado rematé la conversación y fui al encuentro de mi padre. Él ya estaba al corriente. La televisión y las radios echaban humo. Nos quedamos enfrentados al viejo monitor en blanco y negro atónitos...y muy preocupados.

Todo lo que pasó a partir de esos momentos es sobradamente conocido por el común de los mortales, como diría muy bien Mariano Rajoy.

Sin el reconocimiento médico - el Gómez Ulla cerró sus puertas desde ese instante- sin cena, ni besos, ni encuentro de ningún tipo, regresamos, por Valencia, a Barcelona, al día siguiente.

Eso sí, la imperiosa necesidad de tratar de averiguar el devenir de los acontecimientos me libró de escuchar durante todo el viaje de vuelta  a Antonio Machín y sus maracas. No hay mal que por bien no venga, habría dicho mi padre.

Por lo menos uno de esos besos, para tí, Mabel.

lunes, 20 de febrero de 2017

El sonido de mi ciudad


Es casi inquietante; los domingos por la mañana, el silencio es tal que casi puede oírse el susurro del movimiento de las sombras. 

Es tal vez un detalle que podría pasar inadvertido -para muchos- pero, cuando domina en el interior de la casa el silencio de la madrugada, al abrir una ventana, puede escucharse un rumor lejano, indefinido, de múltiples tonos. Es la ciudad que comienza a despertarse de su pequeño letargo nocturno. En invierno, especialmente, vivimos de puertas para adentro y salvo los rotores de algún helicóptero en prácticas de vuelo instrumental, el autobús -mi línea 7- o el indiscreto camión de la basura, todos los sonidos son interiores. El crujido del parquet, el crepitar de alguno de los muebles de madera...el murmullo de una reflexión. Es la fortuna de vivir en una zona donde lo más molesto que puede ocurrir es que -ahora ya menos frecuentemente- algún descerebrado circule con una motorrona a escape libre. Ambos,  moto y motero, exentos de la molesta carga de neuronas inteligentes.

Sábado. Me levanto y deslizo  el ventanal. También aquí y ahora bailan los visillos una danza caprichosa. Se ventila la sala durante un buen rato porque la temperatura es muy agradable. Luce un radiante sol y a partir del cumplimiento de un vertiginoso inicio de fin de semana, me aguarda una seductora superficie de tierra batida. Hoy sí, toca tenis. Mi exposición de la teoría de los círculos concéntricos, sobre la propia pista y dibujados los círculos con la misma raqueta, ha convencido a mi amigo/rival de los sábados y yo me alegro por él.

Presto un oido a la radio, No es un día cualquiera, mientras con el otro escucho todos esos sonidos como algo lejano, como el de una lavadora en la coladuría. Sigue la rutina de cada día y el sonido exterior va en aumento.

Crece la actividad del barrio. Más tráfico, más autobuses o tal vez con mayor frecuencia, más voces de niños, más sonidos de muebles, golpes, tacones y el ascensor.

Sirenas de ambulancias, o de bomberos, o de policía, ¿qué sé yo? ¿Por qué tienen tan alto el volumen las sirenas? ¿Es realmente necesario? ¿Hay alguien que se preocupa de esa salvaje contaminación acústica? Me temo que no.

Juego al tenis al mediodía. Una tapia suficientemente alta separa las canchas de la vía pública por donde circulan autobuses, coches y sobre todo, motos....y sirenas, muy frecuentes porque es una calle de acceso rápido a zona hospitalaria. Pues a pesar de esa tapia el sonido es, por momentos,  ensordecedor; justo cuando lanzas la pelotita al aire para efectuar el saque....zas! bola a la red. La madre que lo parió. Te repones de la doble falta y cuando te dispones a sacar nuevamente, el descerabrado de la moto de gran cilindrada apurando el recorrido circular del acelerador hasta darle la vuelta a su propia muñeca. No se reventará los tendones, no. Y si es una motillo, me imagino al pollo casi imberbe descolgado sobre su montura, con desgana, medio desvencijado y apretando, eso sí, acelerador con el tubarrito inclinado hacia arriba y su insufrible explosión de decibelios. 

Proyectan en los alrededores del club una gran zona boscosa urbana. Dará aspecto verde a este barrio casi céntrico de Palma para mejorar su calidad medioambiental.  A ver si alguien se encarga, además, de la contaminación acústica. Me temo que.....

lunes, 13 de febrero de 2017

Un talento adolescente

Los hijos crecen. Van cumpliendo años y el trato y la convivencia diaria no nos permiten advertir sus cambios con la atención debida y el rigor adecuado y nos perdemos parte del encanto, con nuestras prisas, sin nuestras pausas.

Recuerdo perfectamente el día en que cumplí doce años. 14 de julio de 1972 y por tanto verano en Barcelona.  El bochorno habitual propio de esa época del año en aquella ciudad recomendaba bajar las viejas persianas enrollables de madera y dejar que la ligera brisa del mediodía se colase por la estrecha rendija que separaba la última de sus lamas y el marco de la ventana. La casa permanecía, durante las mañanas, en una solemne penumbra. Los visillos apenas aleteaban en una leve danza que contrastaba con la plomiza quietud de los faldones de las cortinas de cretona aterciopelada, mucho menos livianos. Sonaban marchas militares  en el cuartel vecino; tambores y cornetas que ponían, cada día, banda sonora a la vida en aquel hogar y que envolvían, de forma natural y no necesitábamos, por tanto, mejores efectos especiales, nuestros juegos en el correspondiente ardor guerrero, soldados de plástico de aquellas bolsitas de papel a cinco pesetas de las "hazañas bélicas".

Mi madre me preguntó ese día, y lo recuerdo perfectamente -insisto-, ya que era mi cumpleaños, qué quería para comer. Mi menú favorito -contesté- Arroz en cazuela de barro y  pollo a la campurriana. Y así fué.

Han pasado muchos años pero mantengo vivo el recuerdo de aquella adolescencia serena. En familia de cinco hermanos, y en aquella época, no había mucho margen para que nuestros padres pudieran atender las dislocaciones neuronales ni hormonales de su prole y no fuimos especialmente conflictivos. Éramos dóciles, obedientes y con marcado respeto y temor a nuestros mayores; lo normal, por otra parte en aquella época y para lo que podría definirse como gente normal.

En  los  setenta nos entreteníamos con cualquier cosa y pasábamos las horas de máximo rigor canicular deliberadamente  alejados de prolongadas exposiciones al sol. Luego, por las tardes, nos pasábamos el resto del día en la piscina, en permanente remojo. Lo más digital de aquellos juegos era la habilidad para sacar rendimiento a grandes botones  que hacíamos colisionar con uno más pequeño -necesariamente blanco- en una superficie lisa hasta llegar a introducirlo en algo parecido a una portería. O las canicas, a las que también se jugaba con la inestimable colaboración de los dedos.

Veo a la mayoría de los niños de hoy en día; en la parada del autobús, en los coches, en la mesa, en la sala, permanentemente ligados a un dispositivo digital, pasándoles la vida real -no virtual- por encima, sin inmutarse los más mínimo por lo que realmente está sucediendo a su alrededor. Si no viene cifrado en megas, no importa, como si no existiese.

Han cambiado los tiempos y vivimos  cierta zozobra moral. Cae en mis manos la última publicación de Yuval Noah Harari, Homo Deus. Temo no estar en condiciones de asimilar todas las predicciones- muy inquietantes algunas de ellas- sobre el futuro de la humanidad. El hombre se enfrentará, en menos tiempo del que creemos a estas alturas de siglo, a dos efectos de su propia vida: el envejecimiento y , aunque parezca una perogrullada, la muerte. Mi predisposición para debatir ambos asuntos desde una mentalidad marcadamente religiosa -católica- condiciona un tanto esta lectura pero, en cualquier caso, resulta interesante este ensayo sobre la exploración, y posibilidad real, de la cada vez más próxima supremacía de la inteligencia artificial. No está nada lejos. De momento es mera dependencia. Dependemos de unas  cuantas aplicaciones que marcan nuestra hoja de ruta cada día de nuestra vida. Nuestro calendario laboral, el horario de autobuses, la predicción meteorológica, qué, dónde, cuándo y con quién vamos a comer; cual es la mejor ruta para llegar a un determinado sitio, etc.

Y si entramos en redes sociales...

Mis hijas, adolescentes, empiezan a desarrollar cientos de habilidades sobre el manejo de medios informáticos y un sinfín de  aplicaciones. No las envidio porque no envidio del todo ese futuro que les va a tocar vivir. Muy probablemente van a adquirir un gran talento en ese campo y manifestarse en contra de ello es tomar posición y ganar plaza en el analfabetismo del siglo XXI. Las desigualdades sociales del futuro ya no se darán exclusivamente por la facilidad o dificultad de acceso  a una sanidad, formación, educación y alimentos. Será, además,  por tener o no los medios para alcanzar los beneficios de las nuevas tecnologías en esos campos. Ciertamente inquietante. 

Espero que, no obstante las grandes ventajas, jamás dejen de disfrutar de  las emociones de compartir un café para dos, un par de cañas, o, como decía aquella cursi canción, un cigarrillo a medias (sin fumar, claro está).

lunes, 6 de febrero de 2017

Cuánta infamia

Contra todo pronóstico amaneció un sábado de excelente temperatura. El viento había soplado muy intensamente durante la noche y a primera hora de la mañana, sus rachas parecían querer arrancar toldos y persianas. Afortunadamente no llegó la sangre al río y poco a poco el sol acabó imponiéndose. Sobre las doce del mediodía, la temperatura rondaba los veinte grados y resultaba muy placentero tomar asiento en una terraza. De todos modos habrá que seguir en alerta. La previsión es de cambio y no dejamos de estar en invierno.

A pesar de las circunstancias propicias, y aún teniendo en cuenta el fuerte viento, no tocaba tenis. Mi pareja de juego de los sábados no ha sabido reforzar el perímetro personal de sus círculos concéntricos y se ha debilitado donde más le duele: en su tiempo de ocio. Ya se lo advertí.

Es una mañana de cierta resaca. Mi extraño partido de tenis del viernes por la tarde, un cena de pamboliet y  un par de disparos de gin tonic. Ando renqueante -no son años- y una vez cumplida la primera tanda de compromisos familiares me lanzo plácidamente a la somera lectura de la prensa digital, interrumpido por la atención que me merecen un par de intercambios de guasaps con mi amigo Jaime R. de los que luego hablaré. De los principales titulares y de la mayoría de los medios - como si de una caja de surtido  Cuétara se tratara- se desprenden muchos signos de enfrentamientos internos en los partidos políticos. Es un fin de semana de confrontación y en algunos casos -los más populistas no dan precisamente buen ejemplo de tolerancia ni buen rollito entre ellos mismos- auténtica virulencia.

Baleares, como siempre, es otra cosa. Aquí siguen mandando quienes no son capaces de ganar por sí mismos y se ven obligados a pactar contra los que sí ganan (sin acabar de convencer ni a los propios y de los cuales, una buena parte, -me constan muchos testimonios- acuden al colegio electoral con la pinza en la nariz, que llevan de serie como los vehículos llevan el airbag). La consecuencia de estos pactos es que,  al final, muy pocos están contentos y satisfechos. Y el espectáculo que se proporciona a los ciudadanos es bochornoso.

Voy al guasap de Jaime R. Dos fotografías y un texto del que no me tomo la mínima molestia en leer. En la primera de ella aparece un sujeto greñudo y barbudo disfrazado de Capitán General de los Ejércitos (S.M) con una banda cruzada que representa una estelada. En la otra, montaje casposo y exento de genialidad y gracia suplanta la imagen de S.M. en la instantánea de un discurso navideño en el Palacio Real. Ambas fotografías publicadas en su muro de una red social.

Este tipo se postula para presidir la Cámara Parlamentaria de Baleares. Carpintero metálico -honrosa  y muy digna profesión- tiene como mérito su pertenencia a uno de los partidos políticos que sustentan el actual gobierno autonómico. Y si no fuera por el conocimiento público de sus pretensiones nos sorprendería saber que se trata de una nueva vuelta de tuerca en su política de presión para mantener ese gobierno de pactos contra viento y marea. Para ellos es como una pedorreta graciosa pero para muchos de los ciudadanos es una infamia más. No nos merecemos esto, no merecemos que cada día payasos indocumentados nos sigan pintando la cara y, además, sigamos pagando esa fiesta y el carnaval en el que han convertido la actualidad pública española. Ya está bien.

Ya es lunes y hoy la actualidad nos trae un nuevo reto, un nuevo desafio. Si yo tuviera que enfrentarme al aroma del rasillo de una toga no estaría tan sonriente ni tan irrespetuoso. Ellos no. Están por encima del resto de los ciudadanos y como hablan en nombre de una causa pueden permitirse el lujo de burlarse de la justicia, de nuestra justicia. Pues eso.


Nombres que remueven la memoria

La primera que yo recuerdo fue una pequeña y coqueta Iberia blanca. Sobre una de las encimeras de la cocina, resultaba muy atractivo para in...