Se lo escuché por primera vez a mi amigo y compañero de misión Fran (echo de menos tu blog, bribón) y lo repetía el bueno de Mario: "Qué suerte ser Perez-Reverte".
Si yo manifestara que Arturo Pérez-Reverte tiene una prosa excelente y que escribe muy bien lo haría colorado como un tomate, o pasaría por un perfecto imbécil. ¿Quién soy yo, más que modesto lector, para hablar bien o mal de un prestigioso escritor? ¿Qué valor tiene mi criterio? piltrafilla de mi, ¡oh infelice!
Decían aquello porque, coincidiremos, como si perteneciera él a un grupo de seres superiores, no se apea de la permanente descalificación de todo ser humano que le rodea, especialmente si es español, a pesar de que no disimula su patriotismo y su orgullo por nuestro glorioso pasado.
Manifiesta en una entrevista en la Cope: "Los Españoles somos tan incultos que necesitamos poner etiquetas. Una de ellas, referida a la guerra civil española, es que fue una guerra de buenos y malos. Los del bando de los nacionales eran malos y los del bando republicano eran buenos. Eso es mentira. Había en los dos bandos hijos de la gran puta, asesinos, canallas y gente noble, idealista; en los dos bandos hubo gente que murió luchando heroicamente en ambas trincheras. La guerra fue un disparate en que los españoles se vieron envueltos"
La gran suerte de Pérez-Reverte es poder decir y escribir cosas como esta sin que ni le linchen públicamente ni le monten un escrache, o sea. He empezado a leer su última novela Falcó, todavía humeante del horno, deliciosamente ambientada en aquella guerra civil española y ya en las primeras hojas se identifica fácilmente la inquina de aquellos primeros años de contienda con los sentimientos de algunos personajes ante la situación política actual.
Llevamos muchos años de transición permanente, (Luis del Val) pero la mayoría ni siquiera hemos heredado -sencillamente porque no existió nunca- odio alguno de nuestros padres y abuelos, hacia lo hijos y nietos, descendientes todos, del otro bando. Ese es mi caso y probablemente, como dice Reverte, todos tenemos motivos de dolor por uno u otro bando en el que pillaran a alguno de nuestros progenitores o familiares. No obstante, cada día y en algunos casos hasta el hartazgo, asistimos atónitos a nauseabundas muestras de un odio rancio, extemporáneo, de gente que no parece tener nada más constructivo ni interesante que hacer que verter su mala bilis -que es mucha- sobre personas que ni vivieron la guerra, ni la posguerra, ni se identifican con ninguno de los bandos, ni se beneficiaron jamás de privilegio alguno. Asaltan iglesias con las tetas pintarrajeadas y claman por hacer con sus vaginas los que les salga de ellas, insultando a inofensivos fieles de creencias muy alejadas de sus excesos violentos, que no dudarían en poner la otra mejilla. A ver si demuestran ese arrojo y valentía para meterse en una mezquita y son capaces de vociferar ahí sus repugnantes soflamas.
Respetemos la memoria histórica, pero respetémosla todos y respetemos nuestras creencias. Todas.
Leo con avidez este relato de Perez-Reverte y me dejo llevar por la imaginación, subiéndome a un tren de larga distancia de una época no vivida pero sí contada -sin odio- y leída sin tanto exceso de pasión fingida como hacen otros. Siento el traqueteo; cruje la madera del suelo y de los asientos y creo ver al fondo del vagón un tipo de rostro siniestro, con sombrero, fumando un "ideales". Ese vagón, ese tren que me llevó durante años desde Barcelona hasta el apeadero de San Juan, un poquito más allá de San Cugat del Vallés, cada mañana de cada curso escolar.
La gran suerte de Pérez-Reverte es poder decir y escribir cosas como esta sin que ni le linchen públicamente ni le monten un escrache, o sea. He empezado a leer su última novela Falcó, todavía humeante del horno, deliciosamente ambientada en aquella guerra civil española y ya en las primeras hojas se identifica fácilmente la inquina de aquellos primeros años de contienda con los sentimientos de algunos personajes ante la situación política actual.
Llevamos muchos años de transición permanente, (Luis del Val) pero la mayoría ni siquiera hemos heredado -sencillamente porque no existió nunca- odio alguno de nuestros padres y abuelos, hacia lo hijos y nietos, descendientes todos, del otro bando. Ese es mi caso y probablemente, como dice Reverte, todos tenemos motivos de dolor por uno u otro bando en el que pillaran a alguno de nuestros progenitores o familiares. No obstante, cada día y en algunos casos hasta el hartazgo, asistimos atónitos a nauseabundas muestras de un odio rancio, extemporáneo, de gente que no parece tener nada más constructivo ni interesante que hacer que verter su mala bilis -que es mucha- sobre personas que ni vivieron la guerra, ni la posguerra, ni se identifican con ninguno de los bandos, ni se beneficiaron jamás de privilegio alguno. Asaltan iglesias con las tetas pintarrajeadas y claman por hacer con sus vaginas los que les salga de ellas, insultando a inofensivos fieles de creencias muy alejadas de sus excesos violentos, que no dudarían en poner la otra mejilla. A ver si demuestran ese arrojo y valentía para meterse en una mezquita y son capaces de vociferar ahí sus repugnantes soflamas.
Respetemos la memoria histórica, pero respetémosla todos y respetemos nuestras creencias. Todas.
Leo con avidez este relato de Perez-Reverte y me dejo llevar por la imaginación, subiéndome a un tren de larga distancia de una época no vivida pero sí contada -sin odio- y leída sin tanto exceso de pasión fingida como hacen otros. Siento el traqueteo; cruje la madera del suelo y de los asientos y creo ver al fondo del vagón un tipo de rostro siniestro, con sombrero, fumando un "ideales". Ese vagón, ese tren que me llevó durante años desde Barcelona hasta el apeadero de San Juan, un poquito más allá de San Cugat del Vallés, cada mañana de cada curso escolar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario