Bajo los soportales
de la Plaza del Mercadal y, hasta que nos rematen con el horario de invierno, cada madrugada más oscura, revolotean como tórtolas inquietas los sueños rotos de tres o cuatro
indigentes. Duermen -más precisamente, pasan la noche- sobre viejos y sucios
cartones usados, junto a sus propios demonios y pesadillas, ahuyentados
someramente por unos tragos compartidos de un tetrabrick de tinto malo del
súper. Algún día cruza uno de ellos ante mi coche con la mirada extraviada,
desperezándose, arrastrando los pies con aparente serenidad y ajeno a la
asunción de mayor responsabilidad que la de procurarse un primer bocado y
algunas monedas para pasar el día, que, digo yo, debe hacerse muy largo.
Si llego a ese
punto con ligero retraso sobre la hora habitual, ya les han hecho el dormitorio.
Una escoba y una fregona han dejado los adoquines relucientes y el aire fresco
de la mañana ha ventilado la estancia. Un alma caritativa, una silueta negra
que apenas logro distinguir, se encarga de ello. No hay misterio alguno.
Muy cerca del
Mercado del Olivar, ocio y negocio de exquisita gastronomía, los Padres
Capuchinos reparten cada día sustento alimenticio a cuantos se acercan y llaman
a su puerta. Cerca de una veintena de pobres de solemnidad se arremolina junto
a los muros, esperando que se abra esa puerta a las horas del desayuno, del
almuerzo o de la cena. Hace unos meses tuve ocasión de conocer al Padre Josep
María y he de manifestar que dentro de ese Convento, en sus
íntimas y modestísimas entrañas, se descubre el verdadero significado de la palabra caridad.
Estuve charlando un ratito con él. Lo suficiente como para proporcionarle la oportunidad de descubrir que
detrás de cualquier persona, independientemente del horroroso trabajo
que le ocupe -en mi caso y a mucha honra, militar- se encierra similar sentido de
esa virtud. Se trataba de hacerle llegar un modesto donativo de la
Guardia Civil y advertí que le brillaban los ojos al descubrir su procedencia.
Los militares, también la Guardia Civil, no somos en absoluto ajenos al dolor y
padecimiento de los más desfavorecidos. Seguí sorprendiéndole. Le reconocí que
en la lejana Barcelona de los 70, algunos domingos, mis padres y mis hermanos
acudíamos a la misa de los Capuchinos de Sarriá. Supongo que obedecía más a una
cuestión de conveniencia horaria que a la más mínima empatía con el credo
capuchino, trufado entonces con el más beligerante activismo político y
pre-nacionalista catalán. Estuvimos hablando de la capuchinada, de
Xirinacs, de aquella trémula antesala de los importantes cambios que iban a
traernos los años siguientes; la muerte de Franco, la coronación de D. Juan
Carlos, la transición, las primeras elecciones, etc. Me escuchaba con vivo
interés y él recordó haber sido también testigo de todos esos acontecimientos.
Cuarenta y pico
años después estos monjes han abandonado, tal vez, su activismo político y
centran sus esfuerzos y su particular cruzada contra la pobreza en nuestras
calles. Desgraciadamente no hace falta ni ir muy lejos ni salir de España. Para muchas personas -adultos y menores- sigue haciéndose de
noche, día tras día, sin más porvenir que intentar ocupar las siguientes horas a
estómago vacío.
Existen cientos de
héroes anónimos -estas sí son vidas ejemplares- que sin mayor retribución que
la satisfacción que proporciona la ayuda al prójimo, colaboran diariamente y de
forma desinteresada para llevar alimento y apoyo a los más necesitados. Me
honra mi amistad con Jose YW, uno de ellos. Cuando le conocí todavía trabajaba,
en turnos de mañana, tarde y noche, en una central eléctrica. Ni por esa razón
ni por un mal catarro dejó de asistir a su puesto solidario, finalizada su
jornada laboral. Y ahí sigue, ya jubilado, pero remangándose día tras día, sudando
en verano y pasando frío en invierno, descargando palés, trasladando sacos de
arroz o de harina desde la furgona al almacén o desde el almacén al comedor
social.
-No queremos
fotos. Queremos, necesitamos brazos.
Banco de
Alimentos, Cáritas, Zaqueo, Operación Kilo.... A todos nos suenan estas
asociaciones y operaciones. Detrás de ellas, cientos de voluntarios que bien podrían
quedarse confortablemente en sus casas o en la playa o junto a sus hijos
y nietos.
El pasado día 17
se celebró el Día internacional para la erradicación de la pobreza. En la Plaza
de España de Palma hubo batucadas; mucho ruido, pero...¿cuántas nueces?
Siento vergüenza
propia y gran remordimiento por mi injustificable indolencia. Hay todavía tanto por hacer. Qué
menos que dar las gracias a todos esos voluntarios que, sin necesidad alguna,
dedican su tiempo a los más desfavorecidos. Gracias, Jose. (con acento en la o,
sin tilde, como me gusta llamarte).
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