viernes, 1 de julio de 2016

Port de Sóller

Lo decidimos y lo llevamos a cabo el año pasado con una escapada (una fuga en toda regla) a Menorca. Este año, también. El primer fin de semana sin cole, para liberar todas las tensiones del curso escolar, un par de días de carácter peloponésico, sin prole y de no fijarse mucho en el reloj, ni en el menú, ni en el súper. Sentarnos delante del mar, dejándonos llevar por la sinuosa danza de las olas y de la brisa de las últimas horas del día. Abonarse a la contemplación de las puestas de sol sin más prisa que la que imprime el propio ocaso y su reflejo menguante en la superficie del mar. Que hay apetito, se cena, que hay sed, se bebe, que hay amor, si hay amor, se besa, sin prisa, sin pausa...¿Y por qué no?

Ya salió otras veces en este blog. El Puerto de Sóller se encuentra al final de un túnel/peaje de los más caros por kilómetro lineal, (no es para tanto, de todos modos, pagar cinco euros por trayecto si al final te encuentras a las puertas del paraíso. Si fuera por preservarlo de su consumo masivo, deberían triplicar su precio). Está muy cerca de casa pero, tras casi tres días de estancia, al regresar, parece que volvamos de un país lejano, con una población cambiante en cada momento del día, predominando alemanes e ingleses.

Allí hemos vivido los momentos inmediatamente posteriores al brexitazo sin apreciar que ninguno de los turistas británicos accidentales mostraran voluntad alguna de tratar de emular a sus insensatos cachorros con la práctica del balconing: el deporte nacional  -habitualmente de tentativa única- que se empeñan en perpetrar, no en sus países de origen, sino en los hoteles de Baleares. Todo lo contrario, los veteranos, muchos de ellos contemporáneos de su Graciosa Majestad, - o incluso mayores que ella-  si amenazan con algo es con quedarse; tontos no son.

Llegan docenas de turistas europeos cada cinco minutos en un atiborrado tranvía procedente de Sóller. Se apean en un extremo de la coqueta bahía y empiezan a hacer cola mientras van desembuchando puñados de euros a la carrera, para proyectarse fugazmente hacia las taquillas de venta de billetes para tomar los barcos que les llevan a Cala Tuent y la Calobra, o bien aposentan sus reales en las primeras terrazas desde mucho antes de las doce del mediodía para dar buena cuenta de paellas, pizzas, doradas de ración, cerveza o sangría y helados. Compran sombreros, cestas, abarcas y gafas de sol.




Echan a andar de norte a sur y de sur a norte, junto a la orilla, esquivando bicis, patinetes eléctricos, monopatines y más tranvías que siguen vomitando excursionistas. Los vagones llegan reventones desde primeras horas del día y marchan vacíos. A partir de media tarde se produce la inversión de caudal. Llegan vacíos y se alejan del Puerto hasta las trancas, sacando los pasajeros sus móviles, palos-selfie y sus cabezas por las ventanillas, para contemplar la que, tal vez, sea una de las más espectaculares postales de Mallorca.



A partir de las últimas horas de la tarde quedan dos tipos de residentes: los que viven y trabajan allí todo el año -a destajo, los meses de verano-  y los que se alojan en los escasos hoteles que ofrecen una espectacular y casi permanente exposición al sol. Muchas familias y mucho veterano colapsando las terrazas de todos los restaurantes del Puerto y disfrutando de la excelente oferta gastronómica.

Nosotros tenemos nuestras propias preferencias y hemos sido tenaces y reiterativos hasta la saciedad a la hora de disfrutar de uno de los más emblemáticos, Es canyis. Además del trato exquisito de Patrice, Angelita y Anette, ofrecen una buena propuesta de pescado de barca -de la mar a la parrilla- y de una de las mejores paellas de la zona; la de pescado y marisco, a precios más que razonables. Se han especializado, además, en el uso de la mandolina y confeccionan un carpacio de pulpo a la gallega o una ensalada tibia de sepia que merecen su degustación.



Disfrutar de una buena mesa no está reñido con tener prácticamente los pies enterrados en la arena y comer envueltos en una agradable brisa marinera asistiendo a un permanente desfile de smartphombis. Nos deleitamos con un buen blanco de la tierra y una copita de Angel d'Or,  gentil licor de naranjas de Sóller que, por su efecto balsámico, nos mece durante la larga sobremesa hasta la hora de volver a sentarnos, después de un baño reparador y cambio de ropa, esta vez en la mesa de Doménico, sin duda uno de los factótums del Puerto. Se esmera en la preparación de una voluminosa ensalada que supera ampliamente nuestras expectativas a base de un variado surtido de lechugas de todos los colores y texturas, frutas, frutos rojos, frutos secos, queso de cabra y nos sorprende con una muy correcta pizza de jamón, parmesano  y rúcula....Pasan las horas y Doménico habla y nos detalla con total familiaridad su pequeño entorno solleric. Mejor, en cualquier caso, que nos abrace con su oratoria a que intente abarcarnos con sus brazos. Podríamos morir. Buen tipo, honesto y trabajador a jornada completa.


Disfrutábamos quizá del último sorbito de buena vida y nos agarrábamos a él con el ánimo de no dejarnos llevar por el pesimismo generalizado de muchos de los comerciantes locales ante el encuentro de ese domingo con las urnas. Trataba de limpiar de mi mente los malos augurios a los que parecía querer acompañar hasta el clima del día, nublado y ventoso. Recompuestos con el desayuno iniciamos la ruta desde la Base. Tal y como nos temíamos, riadas de turistas recorrían ya el Puerto desde las primeras horas del domingo. El mal estado de la mar ha dejado a los barcos azules amarrados. Hoy no habrá excursión. Desayunarán, merendarán, almorzarán, tomarán helados, cerveza y vino y los comercios venderán gafas, chancletas, bolsos, sombreros, etc.

En nuestro paseo alcanzamos nuevamente, sin habérnoslo propuesto, la playa de Es repic. Buscando un lugar para comer, antes de volver a casa -entre otras cosas, para depositar nuestras papeletas- el olfato y la intuición nos lleva al Café bistro Don Pedro, un pequeño local con pocas mesas y una zona de terraza. Ratifica la opinión: la comida rápida no está reñida ni con la calidad, ni con el buen gusto y muchísimo menos con el trato amable y generoso del personal que atiende. Una variada carta cuya especialidad son las hamburguesas y entre ellas, la pampeana, de vacuno argentino, envuelta en un excelente panecillo y acompañada de original guarnición en su presentación en mesa y complementada con crujiente beicon, aguacate y provolone. Y además, muy barato.  


Terminaba el fin de semana y ya con melancolía,  echando la vista hacia atrás, dejábamos un enclave turístico de calidad y con ofertas y propuestas de ocio dignas y aptas para un turismo muy conveniente que deja buena parte de sus gastos de viaje en locales y comercios de carácter muy familiar regentados por personas que parecen disfrutar con su trabajo y dejan poco espacio a la especulación. Y siempre con una agradable y amable sonrisa. Que sigan así muchos años.

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