...cómprasela.
Es un tipo sencillo que aparenta más timidez
que cualquier otra cosa, pero por encima de todo parece honesto, transparente.
En esta época nuestra en la que la imagen que proyectan los futbolistas parece estar
diseñada para vender camisetas, tatuajes y cortes de pelo estrambóticos (sección
de jardinería de Leroy Merlin),
aparece un chaval sencillo, casi enclenque y tirando a bajito, vulnerable ante
cualquier tuercebotas dispuesto a hacer crujir los huesos de un tobillo.
Quitemos el sonido a la tele y pongamos música de vals. Toma en el centro del
campo un balón que a estas alturas de partido, de temporada nadie parece
querer, gira sobre si mismo y se deshace con asombrosa facilidad de la primera
línea de contención. Con la elegancia de un buen bailarín inicia un
ritual que solo él sabe a dónde le va a llevar. Se introduce en el área rival
por donde nadie cree en sus posibilidades con la misma solvencia con la que un cuchillo caliente cortaría un
bloque de foie gras. En ese punto, cuando casi al final de su
incursión, levanta levemente su mirada, acaba por conocer el portero la crudeza
del diagnóstico.
Cómo no va a
sufrir el corazón y cómo no van a ondear las banderas del barça. Ojalá
fueran solo éstas y no las esteladas y ojalá no hubiera un símbolo ni un
rasgo diferenciador entre hermanos, entre vecinos y ojalá nadie pusiera en
riesgo el equilibrio de la pacífica convivencia. Pero vivimos al límite porque
algunos se han propuesto demostrarnos que son mejores que el resto a base de
menospreciar e insultar, de quemar y silbar los símbolos que nos deberían
representar a todos por encima del banderín del equipo de barrio. Se equivoca,
creo, quien se cree en la obligación de defender en ese palco reivindicaciones nacionalistas. No,
hijo, no. Aquí ni se juegan ni se rifan derechos de los ciudadanos; es solo
fútbol.
No vi la carrera
de GP en directo, pero de regreso a casa de una buena jornada de playa
primaveral, con baño en turquesa incluido, me coloqué delante del
plasmonazo, me puse el mono de cuero y el casco y como en un simulador me lancé a
una vertiginosa carrera. El salón de mi casa olía a gasolina y caucho quemado.
En cada curva, en cada derrapaje, más cerca estábamos del asfalto, de la alfombra. A mitad de carrera se descolgaba Rossi envuelto en una densa humareda de aceite quemado, dejando al alcance de
la vista y del olfato el inconfundible aroma de la frustración. La carrera entraba en su tramo final y ya era cosa de dos. Y
empezaron las hostilidades, los hachazos. Márquez no iba a conformarse con las
migajas de la segunda posición y comenzó a meter su rueda delantera en el
costillar de Lorenzo pero se iba largo al final de la curva y tenía que abrir
el giro para no romperse la crisma. Así una y otra vez. Machetazo tras
machetazo y llegamos a la última vuelta. Márquez, colosal, se cuela en un
interior imposible, casi vertical sobre su moto, como Iniesta con el balón, dentro del área y sobre la línea
de fondo. Lorenzo tuvo que levantar la moto para no caer los dos. Saltan piezas
de una de las motos y pese a que en la recta final toma ventaja Márquez, Lorenzo sale
del rebufo y con el gas abierto, clava sus espuelas en los ijares de los doscientos y pico
caballos de su moto y por milésimas gana finalmente la carrera. Y qué
carrera!!!
Todavía bebo
a sorbitos el champán de la(s) victoria(s).
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