lunes, 23 de mayo de 2016

Si Iniesta te vende su moto....


...cómprasela.

Es un tipo sencillo que aparenta más timidez que cualquier otra cosa, pero por encima de todo parece honesto, transparente. En esta época nuestra en la que la imagen que proyectan los futbolistas parece estar diseñada para vender camisetas, tatuajes y cortes de pelo estrambóticos (sección de jardinería de Leroy Merlin), aparece un chaval sencillo, casi enclenque y tirando a bajito, vulnerable ante cualquier tuercebotas dispuesto a hacer crujir los huesos de un tobillo. 

Quitemos el sonido a la tele y pongamos música de vals. Toma en el centro del campo un balón que a estas alturas de partido, de temporada nadie parece querer, gira sobre si mismo y se deshace con asombrosa facilidad de la primera línea de contención. Con la elegancia de un buen bailarín  inicia un ritual que solo él sabe a dónde le va a llevar. Se introduce en el área rival por donde nadie cree en sus posibilidades con la misma solvencia con la que un cuchillo caliente cortaría un bloque de foie gras. En ese punto, cuando casi al final de su incursión, levanta levemente su mirada, acaba por conocer el portero la crudeza del diagnóstico.  

Cómo no va a sufrir el corazón y cómo no van a ondear las banderas del barça. Ojalá fueran solo éstas y no las esteladas y ojalá no hubiera un símbolo ni un rasgo diferenciador entre hermanos, entre vecinos y ojalá nadie pusiera en riesgo el equilibrio de la pacífica convivencia. Pero vivimos al límite porque algunos se han propuesto demostrarnos que son mejores que el resto a base de menospreciar e insultar, de quemar y silbar los símbolos que nos deberían representar a todos por encima del banderín del equipo de barrio. Se equivoca, creo, quien se cree en la obligación de defender en ese palco reivindicaciones nacionalistas. No, hijo, no. Aquí ni se juegan ni se rifan derechos de los ciudadanos; es solo fútbol. 

No vi la carrera de GP en directo, pero de regreso a  casa de una buena jornada de playa primaveral, con baño en turquesa incluido, me coloqué delante del plasmonazo, me puse el mono de cuero y el casco y como en un simulador me lancé a una vertiginosa carrera. El salón de mi casa olía a gasolina y caucho quemado. En cada curva, en cada derrapaje, más cerca estábamos del asfalto, de la alfombra. A mitad de carrera se descolgaba Rossi envuelto en una densa humareda de aceite quemado, dejando al alcance de la vista y del olfato el inconfundible aroma de la frustración. La carrera entraba en su tramo final y ya era cosa de dos. Y empezaron las hostilidades, los hachazos. Márquez no iba a conformarse con las migajas de la segunda posición y comenzó a meter su rueda delantera en el costillar de Lorenzo pero se iba largo al final de la curva y tenía que abrir el giro para no romperse la crisma. Así una y otra vez. Machetazo tras machetazo y llegamos a la última vuelta. Márquez, colosal, se cuela en un interior imposible, casi vertical sobre su moto, como Iniesta con el balón, dentro del área y sobre la línea de fondo. Lorenzo tuvo que levantar la moto para no caer los dos. Saltan piezas de una de las motos y pese a que en la recta final toma ventaja Márquez, Lorenzo sale del rebufo y con el gas abierto, clava sus espuelas en los ijares de los doscientos y pico caballos de su moto y por milésimas gana finalmente la carrera. Y qué carrera!!! 

 Todavía bebo a sorbitos el champán de la(s) victoria(s).

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