Vuelvo a
entregarme al azul EMT de Palma y me ratifico: a la tercera vez que tomas el
bus en la misma parada y a la misma hora empiezas a advertir que te envuelve un
aire de cotidianeidad (así suena más poético) que puede llegar a resultar
asfixiante. Todos somos los mismos cada día y aunque cambiemos de ropa y de
calzado -no todos, por lo que se ve- vestimos el mismo tono gris acerado de la
monotonía.
El recorrido del 7
a esta primerísima hora del día es como una laparoscopia que me introduce en
las entrañas de mi ciudad en ayunas, semivacía. Lo mío va a ser un hábito
circunstancial, efímero, pero descubro en mis compañeros de viaje -los que
hacen ese trayecto todos los días a la misma hora- todos sus automatismos
activados. Los más jóvenes viajan en modo bus, se nota. Todo es una consolidada
rutina; se adaptan perfectamente a los giros y traqueteos del gran monstruo
azul articulado, a sus frenazos y acelerones sin inmutarse lo más mínimo.
Parecen formar parte del interior del autobús como un asiento o una barra más.
Se sienta frente a
mí un chaval de poco más de veinte años. Ni su insultante juventud constituye
motivo suficiente como para que lo observe sin el más mínimo esbozo de envidia.
Viste con un desaliñado look metropolitano y a juzgar por su aspecto
físico, profesa una absoluta despreocupación por su dieta alimentaria. Es más,
tiene aspecto de haberse desayunado una bolsa de kikos tostados. Corona
su figura un casi ridículo gorrito que apenas le cubre la mitad del cuero cabelludo
y que deja, estratégicamente fuera de él, un desordenado flequillo que se
empeña en relamer con sus dedos constantemente y unas lacias puntas de pelos
sobre sus orejas, con todos sus pendientes y selladas con sendos auriculares.
Vaqueros anchos y desgarrados, una cazadora de incierto color y zapatillas ...por
si hay problemas salir "volao"... Saca, de una extravagante
riñonera que lleva cruzada en bandolera a la altura de su esternón, su mp4 y
chequea con cierta desgana su móvil. Lo guarda todo y echando la cabeza hacia
atrás, cierra sus ojos. De manera repentina, toma con ambas manos su imaginaria
fender stratocaster y, afortunadamente, en modo mute, comienza a
interpretar con boca, brazos y pies lo que en correspondencia con su
vestimenta, no dudo que podría tratarse del Lazy de Deep Purple. Absolutamente
desinhibido de su entorno, convulsiona sin pudor alguno, sin la más mínima
sensación de ridículo. Al cabo de un rato vuelve en sí, pero mira a su
alrededor con absoluta indiferencia y prosigue su particular concierto. Están
todos locos, pensará.
Nadie parece
inmutarse; por lo que se ve, no es el único, todos viajamos en modo bus y tan
solo al llegar al lugar en el que cada cual se apea, aquellos automatismos que
guían el viaje como un piloto automático, interrumpen su funcionamiento.
Se acerca mi
parada pero me bajaré en la anterior. Temo que este tipo, en su éxtasis
emocional, pueda llegar a confundir deseo con realidad y se abalance desde el
escenario hacia su público -entregado desde la platea- rompiéndonos tres o
cuatro costillas a mi compañera de viaje, leyendo serenamente Cien años de soledad,
y a mí, escuchando mi Cope. La presbicia y las convulsiones del trémulo
ogro azul me impiden juntar más de tres letras seguidas. Esto es así.
Querida
Ada.
La
gran diferencia entre tú y esos a quienes con tu fina cortesía desprecias es, básicamente, que ellos no dudarían en cumplir lo que hace tantos años juraron: dar hasta la última gota de su
sangre. (a pesar de haber personas como tú, llenas de odio visceral e incomprensión y que entran en éxtasis cuando hablan de tolerancia y libertad). Tal vez te suene raro y extravagante lo que significa ese juramento, pero estoy
convencido de que Julio o Zaida te lo explicarían con mucho gusto. Eso no creo
que lo hayan olvidado.
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