Vivo, sin proponérmelo siquiera, huyendo de las llamas y siempre me salvo por los pelos.
Empecé esquivando el bocado en mis pantorrillas con que venía acosándome la EGB y, montado en la cresta de la última ola del viejo bachillerato, me salvé de los recordados cuadernos de fichas y cuadernos de consulta. Dejábamos tras nosotros unos rastrojos quemados de libros sin dibujos (que ya nadie iba a heredar) y unos apuntes garabateados por las inquietas manos de jóvenes imberbes pero de pantalón largo y sebago burdeos. (Hasta ahí podríamos llegar).
El antiguo plan de estudios me imponía, en el último eslabón, estudiar el C.O.U. en un instituto de enseñanza media y en horario de tarde/noche, lo que, después de haber estudiado en colegios privados -laicos y religiosos-, imprimía a mi formación post-adolescente un puntito vil y canalla. En aquella aula de instituto conocí -sin involucrarme lo más mínimo- la cara B de una juventud que se vanagloriaba fatuamente de correr delante de los "grises" y que ya coqueteaba con el costo que, afortunadamente, no probaron ni mis labios ni mis pulmones.
Accedí a la Universidad con una justísima y ramplona nota en el examen de selectividad pero que me habría permitido estudiar lo que hubiese querido y aunque en un primer momento me inscribí en Medicina, por fortuna y para mayor gloria de la humanidad, acabé en Derecho. El sistema permitía inscribirse sucesivamente en los correspondientes cursos, a medida que se iban aprobando las asignaturas requeridas para cada momento sin la más mínima ni remota referencia a créditos ni horas ni todos esos líos en los que tal vez habría clavado alguna rueda.
Me hice Interventor de la Armada en el último suspiro -no mío, he de decir, sino de la propia Armada- antes de que alguien se cargara de un plumazo al Cuerpo de Intervención de los distintos Ejércitos creando un cuerpo común, como si mi cuerpo serrano tuviera algo de común al resto de aquellos cuerpos de la más diversa procedencia. Así, llevo la gloria - al menos eso pienso yo- de ser el último interventor que saliera con galón de catorce milímetros por la Puerta de Carlos V de la Escuela Naval Militar, allá por julio del ochenta y seis. Ya en Ferrol fui de los últimos en seguir empleando aquel uniforme azul -acabo de comprobar que todavía podría seguir utilizando sin pasar por el sastre- antes de la imposición del bosqueverde que ahora nos viste.
Pasaron años y se fue repitiendo esa experiencia de ver como tras mis talones asoma cada día una corriente de cambio, pero que no acaba de pillarme.
Me inscribí en el Wall Street Institute cuando disponía de tiempo y voluntad para apartarme del improductivo haraganeo vespertino y adquirir, de una vez por todas, un nivel de conocimiento de inglés que justificase, aunque solo fuera en parte, el millón de horas dedicado a su aprendizaje. Me apunté para un intensivo de varios meses, financiado necesariamente por el propio centro y pagué un montón de pasta e intereses para que me tuviera sujeto a un monitor todo el tiempo por el que estaba diseñado el curso. En la mitad de las semanas programadas alcancé el objetivo y anduve sujeto al banco por el resto del plazo de amortización mientras jugaba a squash en perfecto y polite inglés, rodeado de una colonia de australianos y autralianas que merodeaban por el club.
A los pocos meses el sistema de financiación reventó en mil pedazos y aquellas modernas academias de idiomas se fueron al juzgado de lo mercantil y con ellas sus gerentes, víctmas y entidades financieras en una escandalosa rueda de agravios y agraviados.
Más tarde fueron las propias entidades bancarias con atractivas operaciones de inversión y suculentas expectativas de beneficio. Jamás me fie y vendí hasta la última de mis acciones, sin perder un céntimo diez minutos antes de que el mueble diseñado para guardar ordenadamente los zapatos en él desmintiera la existencia de una profunda crisis (fosa abisal de la que no sabemos muy bien cuando saldremos). Hice bien y aún gane dinero, dividendos incluidos
La penúltima. Acudí a una franquiciada consulta de tratamientos dentales. Llevo anclados en uno de mis maxilares unos cuantos gramos de titanio en forma de osteoimplante molar y otros tantos de recubrimiento cerámico y también se me ocurrió pagar anticipadamente todo el tratamiento. Por fortuna no me he quedado con la boca abierta, anestesiado, sentado en la silla del dentista y prestando denuncia en el correspondiente juzgado con el gusto a cuerno quemado y una boquilla de aspirador colgando de la comisura de mis labios. Afortunadamente tengo colocado en mi encía todo cuanto pagué pero con ello habré pagado, sin querer, un poco del pienso que se ha comido uno de los caballos del quinqui de los dientes. Uff...., que suerte he vuelto a tener!
Ahora resulta que la burbuja es dental. Tengo la impresión de que toquemos lo que toquemos...¿dónde no hay corrupción, abusos, robos, estafas, etc.?¿Por qué hay tanto canalla dispuesto a eniquecerse con las necesidades y miserias de los demás?
Hoy, ya ves, no toca poema. Malos tiempos para la lírica.
Mi chuche de la semana
Llamémosla Josechu por lo vasco. Una tortilla de bacalao, ahora que estamos en cuaresma, ideal para cualquier viernes tonto, de conciliación familiar en la cocina. Planazo para dos personas (tres son multitud); unas tiras de buen bacalao desalado -bastan ciento cincuenta gramos- un puerrito cortado en juliana, dos ajos con piel, una guindilla (a ser posible que no se la coma ella) cuatro huevos, unos taquitos de jamón serrano si no es en cuaresma y unos chorritos de albariño que besen delicadamente el fondo de nuestras copas.
Todo lentamente salteado en aceite virgen extra, por este orden; ajos, puerro, guindilla, jamón (opcional) y bacalao. Cuajar al final los huevos poquito a poco, a golpe de muñeca. El aroma de la preparación ya predispone para el placer que nos aguarda. Ponle peguitas.
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