lunes, 13 de julio de 2015

yo también tuve un R-8 (no el de Grey, un Renault)


Ahora viene lo bueno, pensé el pasado jueves antes de intentar levantarme de la charca en la que mi cuerpo y el calor  de la noche habían transformado el tálamo feliz sobre el que me había acostado unas pocas horas antes. La ventana abierta de par en par y ni gota de aire. La turbia luz que entraba en la habitación, pese a ser ya las seis de la mañana, presagiaba un cielo entelado y cubierto por una pegajosa bruma. Levantaría, tal vez, pero a esta bajada de temperatura le iba a acompañar, a buen seguro, un subidón de humedad que  convertiría el aire en un plasma difícilmente respirable. Al tiempo. Así fue.

Mi hermana Sole me pasaba el día anterior el enlace de la parte superior de este post. Yo ya lo había leido, no obstante. Ella ha heredado de nuestro padre las tijeras (las suyas, virtuales) con las que, cada día, recorta minuciosamente pequeños retales de la prensa digital que luego distribuye por las redes sociales. Gracias. El artículo de ABC me trajo ese día un nuevo souvenir de Ferrol;  sus tardes de marea baja, parapetado entre las dunas de Doniños. A medida que te ibas acercando a la orilla, notabas en la piel la brisa atlántica, fresca y un intenso aroma de mar brava. Unos cuantos metros más alla, el intenso oleaje, rugiendo constante...ruja amenazas la ola....  A muchas bañistas se les quitaban las ganas de meter ni siquiera los pies, pero a mi no me importó nunca la temperatura del agua y me gustaba acercarme hasta donde rompían las olas y dejar que me arrollaran una y otra vez; unas veces con el cuerpo estirado como una tabla de surf y otras, anudado sobre mí mismo, como una pelota. Llegaba un momento en que con el revolcón de las olas se perdía la noción del lugar y del tiempo, zambulléndome yo en el mar y el mar en mis oídos, en mi nariz, en mi boca....acabando finalmente aturdido y desnortado (como ahora, con la que nos está cayendo).



Aún en septiembre, cerca de las ocho de la tarde, aunque se estiraban nuestras sombras sobre la orilla, quedaba mucho sol, mucha luz por disfrutar, pero apremiaba lo social, había que alternar y tocaba desperezarse, desalojar el aromático carrizo y despegarse la fina arena de los pies. Un paseo hasta el Ford Escort "verde jade " y vuelta a mi casa, el coqueto ático abuhardillado -hasta el nombre acompañaba- del Edificio Aguamarina.


Y, qué curioso, también en ese mismo año - yo llegué en agosto del 86-. No recuerdo ningún Renault 8 conducido por un nacho imberbe, acompañado por su padre, haciendo conachadas en Doniños. No me llamaría la atención, porque eso era lo normal.(me refiero, con normal, a lo del coche, no a lo de las conachadas, aunque abundaban los conachos y también era muy frecuente) Coches viejos, pasados de kilómetros y de óxido, herencias recibidas y agradecidas.

Yo heredé, antes de obtener el carnet de conducir, un Renault 8 blanco, y pese a empezar a costarme recordar lo que cené anoche, sí que recuerdo perfectamente su matrícula; B-818.538, aunque solo sea por los cientos de veces que tuve que anotar estas cifras en los talones de gasolina que por aquella época, finales de los setenta, usábamos para llenar el depósito, cuando todavía vivía en Barcelona. No tenía tarjeta, ni mucha pasta en los bolsillos y aquellos talones los pagaba mi madre, claro está.  Entonces, en cualquier caso, con cien o doscientas pesetas en la cartera, pasabas por un tío solvente y podías, incluso, invitar a tu chica a un helado o una horchata en Brina o en La Oca  o a una coca-cola en el Merbeyé y quedar como un dandy. Hoy no bastarían diez  o quince euros,  dos mil pesetas, más o menos el importre del talón-gasofa.

Mi Renault 8  había pertenecido a mis abuelos y en su día había dado el relevo a otro clásico, un Gordini plateado de tapicería granate, que me habría encantado conducir. Al viejo R-8 tuvimos que someterlo a un laborioso tratamiento; chapa, pintura, motor y tapicería y recuerdo la emoción incontenible cuando fuimos a recogerlo, flamante,  a Vich, donde estaba el taller de un conocido que hacía las cosas bien a un precio razonable.  

Exento de glamour alguno -a mi me importaba muy poco-  (por aquel entonces, este modelo, en Barcelona era poco cool y entre los jóvenes pudientes triunfaban ya,  el Ford Fiesta o el Renaul 5) fue mi compañero infatigable cerca de tres años, sufriendo algún que otro "contratiempo" y alguna fatiguilla que algún día, tal vez,  contaré. Su último viaje lo hizo, ya en Mallorca, una madrugada de invierno. Sus restos estuvieron depositados en el aparcamiento del Club de Mar hasta que finalmente una grúa lo encomendó, quejoso y chirriante,  al desguace.


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