lunes, 27 de julio de 2015

Entre los geranios

El sobre de papel de cinco pesetas contenía un pelotón de soldados de Infantería*. Era la réplica exacta, en plástico, de las Hazañas Bélicas. Lo más habitual era que en su interior encontráramos, además, un par de Jeeps y si ese día estabas de enhorabuena, un remolque con mortero o un cañoncito. El instante más esperado del día -de la semana- era el momento de intercambiar con el kioskero de Santa Gemma aquel "duro" por un sobre. No te permitía tantearlo antes de la venta para que no lograras averiguar su contenido. Eran otros tiempos y aquellos personajes, con mando en plaza, que vendían periódicos y regaliz de palo en camisa y corbata y una sahariana por encima, no permitían ni que nos acercáramos a hojear los tebeos. Nos despachaban con un solemne manotazo, como si ahuyentaran a un pesado moscardón sobre fruta madura.



Ya en casa, mis hermanos y yo acudíamos a nuestro rincón favorito. Como no había aire acondicionado, durante todo el verano las ventanas del salón permanecían abiertas de par en par. A la altura óptima de nuestros brazos y de nuestras miradas, quedaban los maceteros, que eran de obra y estaban integrados en los propios ventanales. Diría que eran enormes, pero la realidad, comprobada posteriormente con el transcurso de los años, los ha redimensionado y al final, a estas alturas del siglo XXI, pasarían por pequeños. También es cierto que el tamaño de nuestras manos era acorde con la edad y por tanto se movían hábilmente en aquel Teatro de Operaciones.

El sol de toda la mañana, inclemente en los meses de julio y agosto en Barcelona, convertía la tierra del macetero en un árido desierto cuya escasa vegetación se limitaba a cinco o seis geranios y algún que otro cactus importado, como souvenir ecológico, tras unas vacaciones en Mallorca, allá por los 70.

Nuestras hazañas bélicas las escenificábamos por las tardes, ya con sombra, a la hora en que mi padre, ventilador a máxima potencia, despachaba su siesta de sofá. El zumbido de aquel enorme aparato (el ventilador, no mi padre) simulaba el apoyo aéreo al despliegue de tropas y vehículos. Para proporcionar mayor realismo aparecían, sobrevolando la zona,  las maquetas montadas por nosotros mismos de los Cero, Stukas, Spitfire o Messerschmitt BF 109, aún en escalas absolutamente incompatibles. Según nos apeteciera o no, alterábamos el estado de la tierra que podía pasar de extremos secarrales (hoy sería la afgana ruta Lithium, Qala-e-Naw) a manglares vietnamitas. Entonces las ruedas de los minúsculos jeeps  quedaban atrapadas en el lodo y las tropas debían continuar avanzando a pie. El tubo de un viejo Bic cristal y un buen puñado de arroz aportaban el "fuego real" de la operación y los pequeños soldados iban cayendo implacablemente bajo el peso del "plomo".



De aquellas refriegas en plástico solían brotar escaramuzas reales que podían provocar alteraciones en la siesta de mi padre y poner en riesgo la escapada, a última hora de la tarde, a la piscina del Real Club de Polo de Barcelona, para darnos un merecido chapuzón.

Muchos años después hubo que vaciar de tierra yerma aquellos "enormes" maceteros para repararlos. Entre las raíces de los viejos geranios mi madre descubrió, perpleja,  los cadáveres momificados de unos cuantos soldados de plástico, héroes anónimos de las hazañas bélicas de nuestra niñez.

* Vivir en Barcelona, junto al Regimiento de Infantería Jaen 25 justificaba la elección del Arma. 

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