De mi padre aprendí y de entre millones de cosas recuerdo, su constante desvelo y preocupación por los males y dolores ajenos. Me explicaré. Igual daba que fuera un simple catarro que un dolor de muelas o alguna otra enfermedad mayor. Cogía el telefono, desde la atalaya en que había transformado su butacón, y llamaba al paciente que se tratara. Se interesaba realmente por su estado y, si procedía, con cuatro chascarrillos de su fino humor andaluz, le alegraba el día y luego con sincera solidaridad, le deseaba su pronta y total recuperación. Podían ser familiares directos y amigos próximos o no tanto. El caso es que desde el auricular transmitía todo su apoyo y le pasaban los minutos y las horas entre barbaridades jocosas y comentarios hábilmente salpimentados. Levantaba el ánimo de los más abatidos.
E igual que les digo a mis hijas, como no heredé ni rolex ni yate de lujo, ni chalet en la Costa Brava, como único legado, mi padre me enseñó, entre millones de cosas, sin necesidad de él proponérselo, a ser solidario con el prójimo, cuando la enfermedad acecha e intimida.
Será tal vez por mi edad y también por la de los que me rodean, pero lo cierto es que advierto demasiado dolor a mi alrededor, de gente a la que quiero y a la que no deseo más que su rápida y total recuperación. Me obligan a llegar a una clara conclusión. ¿Por qué él? ¿Por qué ella? ¿Por qué tú? Y a la vez, tanta mala gente, tanto indeseable que goza de una espléndida salud, y por desgracia, aparentemente tan nefasta claridad mental que les hace perseverar en su intención de seguir afligiendo a los demás.
En las últimas semanas, demasiados casos, muchas manchas oscuras en una imagen y mucha mala letra en informes y diagnósticos médicos. Todos coinciden; de distintos tipos, a distinas edades. Maldita sea.
¿Y que se puede hacer a través del teléfono? El abrazo no alcanza a esa amiga, a ese primo, a ese tío carnal; no llega ni estirando bien los brazos. Deseas estar junto a ella, junto a él y no puedes. Él, ella, lo sabe, te consta, pero no puedes, desde tan lejos, ni siquiera tomar su mano, pasar la tuya por su cabeza, por su espalda, mirarle a los ojos, abrazarle. Si muchas veces el enfermo es el que consuela a los suyos y los colma de esperanza y les regala su afecto.
Queda un profundo sentimiento de impotencia y el poderoso deseo de que ese mal desaparezca, y que dentro de mucho tiempo se haya fundido en la memoria, como un mal recuerdo.
Mientras tanto, ahí me tienes, pegado a tu dolor. Ánimo!
Ánimo Maribel G., ánimo Juan B., ánimo Xisco P., ánimo Enrique M., ánimo María M.
Mucho ánimo!!!!!
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