lunes, 23 de marzo de 2015

Pasión por BCN


El final de viaje por carretera, desde Viella, nos llevaba hasta el mismísimo corazón de Barcelona. A medida que ibamos devorando los kilómetros de vuelta y apeados de los rigores del duro invierno del que habíamos disfrutado en el Valle de Arán, con nieves más allá de donde alcanza la vista, la temperatura, en el Plá de Lleida, poco antes de tomar la A-2, trepó hasta los 20 grados. (tuve que poner en marcha el climatizador del coche, con el sol de frente). Se descienden casi dos mil metros en poco más de doscientos kilómetros y los oidos se taponan al pasar por Tárrega.



El Valle de Arán, desde la cota de 2.500 metros, por encima de muchas nubes.


Dejamos la imponente presencia de Montserrat a nuestra izquierda, dibujando su inquietante perfil en el skyline  de la comarca de Anoia, (identificable millas adentro del Mediterraneo) causando, por su aspecto extraño, la lógica admiración en el pasaje del asiento trasero y obligándome, una vez más, a contar la leyenda/historia del timbaler del Bruch, echando el resto, casi viniéndome para arriba.


Rosa d’abril, Morena de la serra,
de Montserrat estel,
il·lumineu la catalana terra,
guieu-nos cap al Cel.....


Echando cuentas sobre la hora estimada de llegada a Barcelona y viendo la posibilidad real de disfrutarla, proyectamos una comida rápida en el prestigioso y añorado Franckfurt de Pedralbes. Un afamado e histórico fast food de toda la vida, donde se pueden degustar las mejores salchichas de esta especialidad. La "cervela" es única y constituye un reencuentro con el pasado, la misma textura, el mismo sabor, combinada con el peculiar ketchup picante y la correspondiente mostaza, envuelto todo ello en una servilleta tal vez inadecuada pero célebre, que ni limpia ni seca, por su tacto satinado que obliga a tirar y tirar del servilletero y acabar haciendo bolitas y sembrando con ellas el suelo del local. En la barra, habitualmente tres filas por fondo e inusualmente vacío a esas horas,  se despachan miles de bocadillos cada día, especialmente después de un partido del Barça o, en cualquier caso, entre clase y clase de muchas de las facultades de sus alrededores.

Ya que estamos, una visita obligada a la Foix de Sarriá, para comprar y degustar unos de  los mejores cruasanes de BCN (los de Vilaplana no desmerecen) y una sublimes palmeras de hojaldre y chocolate, alejadas del concepto usual; únicas.

El tremendo tráfico rodado,  por la coincidencia con el horario de salida de colegios, Sarriá-Paseo San Gervasio-Plaza Bonanova,  nos llevan, por la Diagonal, arteria casi fronteriza entre Barcelonas diferentes, hasta  L'Illa, el centro comercial de la zona alta; un hervidero de personas que van y vienen, que entran en cualquiera de los cientos de tiendas de todo tipo, de marcas míticas, de grandes firmas y de originales aventureros que saben vender, como probablemente no se haga en otras ciudadades, los más curiosos objetos de consumo que uno pueda imaginarse. Puedes llegar a recorrer sus cientos de miles de metros cuadradados durante más de dos horas (casi siete euros de parking) y no dejar de sorprenderte al ver la cantidad de prendas de vestir, enseres, libros, gadgets de todo tipo, alimentos, bebidas y así un largo etcétera de curiosidades vedado a los que vivimos en otras latitudes, mar por medio.

Al final de la jornada y previo al embarque un paseo por la Barceloneta, casí desdibujada respecto de los recuerdos de infancia, aunque mantiene la esencia del barrio que una vez fue, jalonado ahora por cientos de restaurantes y marisquerías, abarrotadas esa tarde-noche por el inicio del Mobile World Congress con el que hemos coincidido; no hay habitaciones de hotel disponibles en toda la ciudad ni probablemente taxis durante la semana que dura esta feria. 

Hay tanto por ver, tanto por vivir de Barcelona, que hace muy difícil la elección. Habrá, espero, un viaje en breve para justificar el motivo por el cual uno siente lo que siente por esta ciudad.

 Rosa de Barcelona en el pavimento de sus aceras del Ensanche, desde 1916.

Parada y cena fria frente a la playa del Hospital del Mar, de noche, a la vera del Port Olimpic, ocho de la noche, un rio continuo de paseantes, ciclistas, patinadores, runners urbanos, enganchados todos a una práctica muy propia de esta gran ciudad que empieza a dar muestras de no querer acostarse, de no querer dormir, donde el inglés parece que esté convirtiéndose en idioma local, casi por encima del castellano. 


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