lunes, 30 de marzo de 2015

Plan de pasiones

La humanidad vomita demasiada violencia, demasiado odio, cada día más, y lo exhibe en su crónica todo tipo de prensa. La que nos muestran en imagen animada los informativos televisivos son como una alegoría pornográfica de muerte y destrucción y me obliga a zappear cuando hay menores junto a la pantalla. Frente a ello, solo queda ser generosos con el amor. Es ya lo único que podemos oponer ante el pesado avance de la estúpida y contumaz malicia del ser humano.

No me entendía Cristina cuando hace un par de semanas, en la barra de Glops, iniciando el "gin de semana" desde la tarde de un nuevo viernes, le explicábamos Jaime y yo, con cierta sorna, la distancia kilométrica entre su desafortunado y esfumado amor sólido, roto en mil pedazos y los amoríos líquidos que se derraman por las barras de otros bares, aprovechando que los niños están ocupados en sus particulares terapias ocupacionales a las que les hemos condenado; tenis, ballet, violín, ping-pong o cupcakes; o peor me lo pones,  aquellos, más infelices, que cierran, esa misma tarde de viernes,  el trolley de custodia compartida porque hoy y mañana toca en casa de papá que vive con Merenganita y tiene nuevos hermanitos de fin de semana.

Chapoteando en esa fortuna, buena o mala, según corresponda, en una esquinita del Gibson presenciamos la función circense de cada tarde de viernes, madres por un lado, padres por otro, cristal en mano, desinhibiéndose tras la fatiga y el stress de toda la semana. Jaime, que conoce a todo bicho togado que empapa en smirnoff o en seagram's su casual wear en ese momento de la semana, discrepa conmigo sobre el fondo. Le digo que el smartphone (la tablet) mató al matrimonio (tal y como "Video killed the radio star"). Cada cual de una sociedad marital/marítima (la pareja que en ella subyace, navega o sigue a flote) tira de sus propios chats, de sus propios grupos y rara vez comparten algún chiste o video que al venir de parte contraria, no parece digno del  interés propio y se despacha con una sonrisa forzada o fingida. Cada uno explota sus ocurrencias, propias o ajenas, y excarva con su dedo índice en su colegueo virtual, desplazando pantallas y huyendo del vínculo sólido, llegado el momento de volver a casa,  alejado de ese entorno hostil (el bar) para la conservación de la familia; unas con su facebook y otros con el capítulo atrasado de Breaking bad, Los soprano o el Córdoba-Almería. Y eso en el mejor de los casos y no digo más.

Necesitamos -recomendaría a mis amigos- echar el resto, ingresar todos los ahorros en un buen plan de pasiones, recuperar el beso extraviado, el arrumaco perdido en una pesarosa rutina semanal que nos devuelve cada viernes, indefectiblemente, a aquel escenario, a la barra de un bar para que nos desahoguemos, cada uno por su cuenta, con amigos/amigas. Quiero seguir perdiéndome entre tus cabellos ajeno a cualquier pantallita, donde sea, en un rincón de Fornalutx -nuestro Peloponeso- o en San Juan (es un decir),  un fin de semana a tiempo completo, despertarme sin alertas ni llamadas ni wpp,s de chistecillos y ocurrencias graciosas. Llenaré mi mochila de pasión y me entregaré a disfrutar sin tregua de todas las gracias que me enamoran cada minuto y dejar la tableta, el facebook y el breaking bad para otro día, para otro momento, amor.

Bajó el telon, de momento.

Todas las madrugadas, mucho antes de el que el halcón de las ondas intercambiara sus cromos musicales con Salas (no sin mi iPod), ya tenía yo el pinganillo prendido de mi oreja. Demasiado temprano tal vez, pero muy atento a lo que ocurría. Ese desfile de ídolos con sus canciones o versiones modernas de unos cuantos clásicos, especialmente mucho funk y rock & roll, muy próximo a mis recuerdos musicales  de juventud, precedía el inicio de su programa. Una mañana de muy buena información y mucho entretenimiento (demasiada publicidad) muy identificable con un gusto y una estética compartidos. Una llamada telefónica, una visita o el propio trabajo  me han privado muchas veces de ser testigo directo -prestando toda la atención, no tan solo como un rumor- de la desternillante historia de alguno de los cientos de miles de sus fósforos entre los cuales me incluyo. Afortunadamente la web, a través de internet, me ha permitido recuperar muchos buenos momentos y espero que no se desvanezca esa opción. En cualquier caso, un montón de años escuchándolo. El viernes pasado echó el cerrojo a su programa Carlos Herrera, en Onda Cero. Estoy esperando ya que vuelva a creerse que me despierta cada mañana con su simulada voz del pollo kiriko: "Vamos, vamos, vamos, camastrones; son las seis de la mañana: pero qué tarde, qué tarde, pero qué tarde es."

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