Los violentos alaridos de los guerreros del campamento abandonado, batiéndose en la dura cancha de hormigón desde el despunte del alba, me rescataron del profundo vacío en el que me mecía Morfeo. Salté de mi litera escuchando los maullidos de otros gatos del callejón. Envuelto en el rizo blanco americano, con todos los bártulos necesarios para mi cotidiana purificación, me dirigí a los baños. Más gatos se echaban cuidadosamente agua sobre la cara y los más pulcros se entretenían con sus abluciones matutinas, algo más rigurosas, atusándose el flequillo frente al espejo. Todas las cabinas estaban a mi disposición, sin riñas, sin necesidad de erizar el lomo ni desenfundar las uñas. Qué gran satisfacción poder empezar el día bien maqueado, permitiendo que el agua del pozo ruso resbalara, jabonosa, sobre mi piel.
Con
un excelente tono vital emprendí la ruta de cada mañana. Los últimos días,
una fresca brisa perfumaba las calles con
un insólito aroma de especias. Al llegar a la altura del barracón Charlie, vi
como algunas gatitas se estiraban
perezosamente junto a la puerta y relamían sus bigotes. La expresión de alguna de ellas delataba la satisfacción de haber obtenido
recompensa en su cacería de ratones de
la noche anterior. A lo lejos, pude ver algunos gatos afganos que acudían, apáticos y parsimoniosos, a sus obligaciones habituales para obtener su escuálido botín de subsistencia.
Por
la gran plaza circulaba el más rápido corredor del barrio. Su porte atlético y
erguido era escoltado por la mirada perezosa de dos panzudos felinos que
tomaban el sol tendidos junto a los escalones de la cantina. Permanecieron
inmóviles ante mi paso y tan sólo uno de ellos, de color terroso, pareció reorientar una de sus orejas en un estéril intento de saludo. Desde lejos advertí la presencia de dos veteranos gatos que, afónicos, se preguntaban, canturreando, cómo no iban a querer a no sé muy bien quién. Al parecer, ese canto lo habían interpretado como un himno durante toda la noche, desde el compartimento de carga de una vieja pick up.
Al
salir del comedor me crucé con los siete gnomos, que ufanos y risueños se
dirigían, alguno de ellos avanzando a brincos mientras hacía sonar su pínfano
de dotación, a su recóndito taller.
El
gran mago se afanaba de buena mañana en su estudio de alfarería. Tenía que entregar
el pedido a primera hora y todavía le quedaba bastante trabajo. Sus ojos
maliciosos escudriñaban, de vez en cuando, a través de los visillos de su
ventana, la bulliciosa plaza, ávido de encontrar en
la actitud de alguno de los habitantes de la aldea, algo digno de reprensión.
Si tal circunstancia se daba, tomaba el pequeño lápiz de carbón que sostenía
encima de su oreja derecha y en un pequeño papel roto y arrugado, hacía sus
anotaciones. Nadie le exigía esmero en
sus obras, se le encargaban porque era general intención tenerlo entretenido en
manualidades inofensivas, preferible, en cualquier caso, a soportarlo paseando por aquí y por allá
acosando y reprimiendo a quien se le antojaba.
A medida que me acercaba a mi despacho iba ordenando mentalmente la agenda del día. Quedaba ya muy poco tiempo para mi marcha y tenía que entregar los libros y los informes, todo ello registrado y anotado en el protocolo. Saludé con una leve inclinación de cabeza a la preciosa gata siamesa Kenia, que salía del Ciano rodeada, como siempre, de un montón de gatos presumidos y engreídos que se iban pisando unos a otros atropelladamente, con el ánimo de llamar su atención.
Loquillo y sus trogloditas dejaron de sonar en mi ordenador. El reproductor aleatorio del iTunes comenzó una nueva canción. Pero eso ya lo contaré otro día.
Vaya pinta de Tarzan de los Gatos…lastima de gafas de sol
ResponderEliminarMagnifico post, como siempre
Qué grande eres Nacho.Me ha gustado mucho lo de Tarzán de los Gatos.
ResponderEliminarNo descarto utilizarlo convenientemente. La foto está hecha en mi querida Galicia, un extraordinario día de playa.
Gracias por seguir tan cerca.
Un abrazo.