El otoño se ha empeñado en barrer las aceras. Primero y auxiliado por las primeras rachas de viento duro, ha empezado a trasquilar con ímpetu el follaje caduco de los árboles convirtiéndolo en hojarasca. Aunque poéticamente se preste a descripciones más líricas, la realidad dista mucho de proporcionarme una contemplación amable. Salvo para algún sujeto con elevados rasgos de melancolía y de nostalgia, el aspecto de la calle resulta aparatosamente afeado por montones de hojas secas, sucias, pisadas por peatones, atropelladas por los coches y olfateadas por algún gato callejero esquivo al más mínimo contacto con los seres humanos.
El sonido, sin embargo, sí resulta sereno, como calderilla vegetal, que es lo que es al fin y al cabo. Calderilla de las vueltas de la factura de un verano extremadamente duro, nunca excesivamente largo, que parece rendirse, derrotado, por la ruda aspereza del calendario solar.
Ya sólo nos falta, como un tiro de gracia, el cambio de horario, el cambio de armarios y los niños pintarrajeados por culpa del puto jalogüin. Quedan desterrados y proscritos los felices hábitos estivales, la felicidad de vivir con todas las ventanas abiertas, de dormir despelotao encima de la cama y terracear contemplando, en las tardes y en sus noches, las lucecitas lejanas de un horizonte que se nos muestra, ahora, ya muy oscuro e inhóspito a muy temprana hora.
No es ni la melancolía ni la nostalgia, es sencillamente que me apetecía imprimir esta agridulce sensación de lo efímero que resulta el bienestar de vivir con ropa ligera y descalzo. Pues eso.
lunes, 23 de octubre de 2023
Está aquí el otoño, otra vez
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