Está en boca de todos y si te asomas al monitor de televisión (cosa que trato de evitar a toda costa) es la noticia que abre todos lo informativos: la ola de calor.
A pesar de que también en Baleares la estamos padeciendo, creo que podemos sentirnos unos auténticos privilegiados. Lo dicen los que vienen de la península a repostar salud y vacaciones unos pocos días en la orilla mediterránea: no hay tregua ni siquiera por las noches.
Hemos incorporado a nuestro lenguaje de ascensor términos tan inusuales hasta ahora como noches tropicales, estrés térmico y otras lindezas de los profesionales de la información meteorológica, esas siluetas parlantes que se crecen como gigantes ante un mapa térmico agudo de la península (suelen ocultar a la vista de los baleares el perfil de nuestro archipiélago). Sí, se vienen arriba y con aspavientos apocalípticos nos anuncian el armagedón que nos viene este verano y los que sucesivamente vengan si logramos sobrevivir.
Nada de helados ni de terrazas fresquitas a la sombra de una espesa arboleda. Persiana abajo y abanico. Las noches a la fresca se han borrado del imaginario popular y han pasado a integrarse en esa leyenda urbana que cuesta hacer creer a nuestras proles. ¿De verdad que por la tarde os echábais un jersey por encima de los hombros?
Mientras esta inacabable ola interrumpe por muchos días o no su insaciable castigo, lo realmente preocupante es que ese mapa encarnado de la actualidad viene acompañada, además, de un fuego real que arrasa la cada vez menor capa forestal que cubre (cubría) provincias que aprendimos en verde en nuestros años colegiales. Eso sí que es un drama y no, al fin y al cabo, que no puedas dormir plácidamente con la ventana abierta sin temor a sucumbir ahogado en tus propios vapores.
Afortunados los que podemos resignarnos con el pequeño alivio que proporciona la orilla del mar.
Ya nos quejaremos del frio.