lunes, 14 de marzo de 2022

Nos vamos al carajo

Si algo bueno tiene vivir -parcialmente- al margen de la actualidad (sigo una estricta dieta de abstinencia total de informativos televisivos) es que, por momentos, puedes llegar a creer que resides en tu propia arcadia feliz. Es momentáneo, claro. Basta volver a pisar la calle y caminar por las aceras de tu ciudad para darte cuenta del mal olor que desprenden las heridas que constantemente se están infligiendo en la piel de la humanidad. Y no hay cura ni tratamiento que pueda aliviar el dolor que producen.

Mi aislamiento informativo parcial no es por egoísmo, es sencillamente porque el dolor ajeno se me acentúa cuando siento la impotencia de no saber muy bien qué hacer o cómo consolarlo. ¿Mejor no saber y desviar la mirada hacia otro lado? No es eso. Al dolor de un ser querido, su enfermedad -incluso en fases agudas- y cuando se refleja, además, en la tristeza de sus familiares, pese a que sea muy intenso, le alcanza la comprensión de lo inevitable, de que desgraciadamente es resultado de un proceso degenerativo de la salud, de un origen espontáneo o natural y por tanto donde no aparece la maligna acción de otro ser humano. Ese dolor, intenso e injusto, se entiende como consecuencia de una enfermedad, aunque eso no produzca tampoco alivio alguno.

Lo que no es razonable es tener que convivir con el conocimiento de que a pocos metros de nuestro portal, de nuestro balcón, un poco más allá de los horizontes apacibles y raramente hermosos que nos devuelven cada día la sensación de vivir bien, la perversa malicia de unos descerebrados esté provocando terribles heridas -muerte y desolación injustificadas- en una humanidad que podría contar los días que le restan de supervivencia (ojiva nuclear).

En las últimas semanas estamos siendo testigos, queramos o no, de una nueva catástrofe humanitaria motivada por la sinrazón de un ser diabólico que no muestra escrúpulo alguno a la hora de imponer su delirio supremacista sobre un pueblo y una población próximas. Es el derrote salvaje de un animal sediento de mayor poder, de un dominio supremacista que puede abrir en canal a toda la humanidad. Por el momento unos, los ucranianos, sufren la muerte y la desolación en carne mortal y el resto de la humanidad asistimos asustados, aturdidos e impotentes y cartera en mano pagando la factura económica de tal desaguisado. 

¿Hasta cuando y hasta donde el monstruo quiera? 

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