A Pedro y, sobre todo, a mi Lola.
Asomado al ventanal sobre la puerta de astillero, mi nariz pegada al cristal y empañándolo como cuando era un crio, solo veía la lluvia caer. Un fino, tenue e insistente manto de agua iba empapando el gris asfalto, los tejados de uralita de los tinglados del arsenal, los coches estacionados junto a las aceras aledañas, las copas de los árboles inmóviles en sus alcorques.
Llegamos un 19 de agosto a un lugar donde, según suelen decir los que allí viven, hizo un tiempo bárbaro justo hasta el día anterior. Al principio, lo menos gris eran el color de la flota, el de los uniformes de trabajo, el de las paqueteras y el de la mirada lánguida de un marinero haciendo girar su lepanto sobre la yema del dedo índice, como gran aprendizaje de toda su mili. Era gris y tosco todo. Mi mente lloraba en silencio la sensación de destierro, de condena en lo que veíamos como nuestro particular Archipiélago Gulag, de la inabordable, asfixiante y siniestra pesadez de todos los días que nos quedaban por delante. Nos lo advirtió el general del torrotito al anunciarnos nuestro primer destino....se llega y se sale llorando. ¿recuerdas?
Todo eso, reflexionado otra tarde contra el fino vidrio, sin más expectativa que la de volver al sofá de escay granate con groseros cojines floreados y bajo la tenue luz de una tulipa con una bombilla de poco más de cincuenta vatios.
Esa rutina me tiraba a la calle, sin paraguas, sin gabardina, tratando de soportar la llovizna silenciosa y buscando no sabía muy bien qué o a quién: algo de vida, algo de ruido, algo excitante...
Con los hombros encogidos y un marlboro en la comisura de los labios para poder llevar las manos en los bolsillos del tabardo, caminaba como un james dean sin rebeldía épica reseñable, yendo hacia ninguna parte. Solía bajar al centro, a la zona del cantón y entre aquellas calles adoquinadas por donde transitaban, hostiles, unas pocas siluetas bajo el resguardo, estas sí, de un paraguas.
Las primeras semanas me resistía a la indolencia de dejarme llevar por esa fatalidad en las horas siguientes a la comida en la Residencia o en el Hospital Militar, más cercano.
Pedro, tú, mucho más resignado, digerías las horas de sobremesa con el montaje de tu maqueta, ablandando estrechos y alargados listones de madera en una botella de un refresco de cola de dos litros llena de agua, para forrar con diligencia y con la paciencia de un alquimista el casco de la goleta. Luego llegaría el turno de las jarcias, de los candeleros, de los cañoncitos....y, por supuesto, de los preparativos de tu boda.
Fueron muchas tardes, noches, madrugadas, días, semanas, meses y años. Acostumbré a mis pies a moverse por aquellas calles. Jamás compré un paraguas y acabé sin quejarme mucho de la lluvia y aprendimos a vivir -y a disfrutar- en aquel lugar donde hizo un tiempo bárbaro hasta que volvimos mucho después.
Han pasado, de todo aquello, casi cuarenta años y muy poco, por desventura, hemos compartido después de alejarnos de allí, cada cual a su archipiélago prometido.
Siguiente parada, tu casa y con la agridulce sensación del deber cumplido toda la vida....otra tarde
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