Algo anda mal cuando resulta tan satisfactorio darse un chapuzón en la propia memoria. Tal vez sea mucho más agradable tratar de recordar lo que fue que intentar olvidar lo que nos está pasando. Luego, con esa aseveración nos colocamos solitos la etiqueta de nostálgicos, sí, pero no de "lo político" que sucedía en aquellos primeros veranos de los que tenemos recuerdos, entre otras cosas porque nos resultaba ajeno.
Al finalizar el curso, el momento de mayor angustia era la mañana en que nos entregaban el boletín de las notas. No para todos, claro está. Había nombres de alumnos que iban acompañados de una nota excelente. Reunidos en la clase, a veces era la directora la que, para cada materia, cantaba la calificación final. Todos sabíamos que el "so-a-so" (sobresaliente-A-sobresaliente) sucedía siempre a los apellidos de los cerebritos del grupo. Indefectiblemente. Incluso había una encarnizada rivalidad entre aquel puñado de empollones por obtener las mejores calificaciones del curso. Y si alguno de ellos se descolgaba, aún se arrebataba sobre su silla y un mohín de frustración asomaba en su rostro. El resto de la clase nos desesperábamos comprobando como el orden alfabético de los alumnos iba acercándose a la inicial de nuestro apellido. Cerrábamos los ojos, cruzábamos los dedos y bajábamos la cabeza hasta incrustarla entre el cajón del pupitre y nuestras rodillas hasta que sonaba el apellido. Frente a la sonrisa indisimulada de la gorda cuando cantaba las notas de los más brillantes, al llegar el turno a los más mediocres, su expresión facial se mutaba en una agria mezcla de repulsa y desprecio, llegando al paroxismo cuando a algún pobre diablo le cantaba el emede-e-emede (muy deficiente-E- muy deficiente). Eran pocas de estas las que se escuchaban pero la contundencia de su sonido dejaba en un inquietante silencio a toda la clase.
Salvo alguna excepción, algún curso de bachillerato, mi boletín lo dominaba el ese-ce-ese (suficiente-C-suficiente) trufado, si acaso, con algún becebe (bien-C-bien) y aunque la bronca que me caía era por acomodarme en el confort y no aspirar a mejorar mi rendimiento, me daba con un canto en los dientes y me preparaba para disfrutar de un verano sin mayor exigencia que la de completar los cuadernos santillana, que caían sí o sí.
Se extendía ante nuestras expectativas un largo y cálido verano; camiseta, pantalón corto y alpargatas. Piscina y bañador.
Era un dolce far niente inocente de canicas y mirindas o de un vasito de papel-cartón de fanta de naranja burbujeante a media mañana (un duro en la máquina de cocacola que había en los vestuarios del club), de tumbarse sobre las templadas baldosas de casa buscando alivio al bochorno imperante, de las siestas forzosas con la persiana hasta abajo, viendo entre las rendijas de las lamas, el horizonte de Montjuich diluido en una espesa calima que cargaba el aire tosco e irrespirable en aquellas tardes y noches tropicales sin asomo ni idea de lo que era un aparato de aire acondicionado.
Felices como lombrices en un charco, ajenos a cualquier preocupación, no necesitábamos más juguetes que la imaginación, el meyba y unas raquetas de tenis. Aquello sí eran veranos.
Y ahora, sin embargo, qué calor, qué aburrimiento, qué mal funciona el wi-fi! Si tu supieras...
El cantito de la semana
Esa brisa cálida que se colaba de madrugada entre las rendijas de la persiana dejaba a la vista un lejano rosario de lucecitas sobre el borroso horizonte de Montjuich. En el pequeño transistor Sharp...