En el libre ejercicio de mis derechos y durante este largo año de arresto domiciliario primero y luego de libertad condicional he mirado al virus con el temor propio de quien no quiere ser pasto de las estadísticas. Escuché decir a un alto cargo de la Organización Mundial de la Salud que en los siguientes meses al estallido de la pandemia y durante mucho tiempo después la humanidad se dividiría en dos grandes grupos: los contagiados y los que se iban a contagiar.
Ante ese cruel pronóstico y a medida que la realidad - y por mucho que quisieran ocultárnoslos - vomitaba diariamente los pésimos datos del avance del virus, la evidencia ponía en su sitio a quienes por ignorancia unas veces y por falta de gallardía (y decencia) otras, negaban la gravedad de la situación.
Acunado en tablas y pertrechado con todo lo necesario para una larga resistencia, mi capacidad de encaje y paciencia iniciaron una dura prueba. Había que adaptarse a realidad, lo que ahora hasta el más torpe de los oradores pronuncia sin descabalgar letra alguna: resiliencia.
Nos salvó un poco de lectura, el silencio del vecindario interrumpido apenas por las ovaciones vespertinas, las series del nesflis y la gastronomía. La no dependencia de un tercero para confeccionar un menú diario sencillo y saludable se hizo posible gracias a la práctica cotidiana desde muchos años atrás.
Cuando a finales de mayo de 2020 nos permitieron asomar la nariz dejando atrás el zaguán de entrada al portal, al pisar por vez primera las aceras y los caminos vecinales empezamos a saber apreciar el sabor de la libertad. Parecía poco menos que increíble recuperar las calles y el encuentro físico y próximo de los ciudadanos a los que veíamos desde nuestros balcones.
El temor a no hacer las cosas bien, pese a la torpeza de nuestros machos alfa y líderes de rebaño, nos recomendó tomárnoslo con mucha prudencia. A pie de la letra, con la disciplina y rigor del buen parroquiano, hemos contenido durante un año el deseo de recuperar, además de la calle, el bullicio de los locales, de las terrazas abarrotadas, de los tumultos y concentraciones masivas, de los centros comerciales concurridos.
Será ese temor el que, por el momento y cruzando los dedos, me ha alejado de complicaciones más allá de renunciar al encuentro familiar y social en condiciones normales. Como las visitas al hospital: pocas y breves.
Y unos cuantos minutos de oración. Como el buen parroquiano.