Todos los objetos que nos rodean tienen su propia historia.
En algunas ocasiones, cuando las circunstancias remueven nuestro pasado, algo
hace que nos fijemos en ellos y parece que quieran contarnos cosas que
desconocemos. Es entonces cuando tirando de la memoria, propia o prestada, le
devolvemos su valor emocional, alejado en la mayoría de las veces, del
puramente económico.
Un viejo secreter ha permanecido en una dormitorio cerca de
cuarenta años. Sin embargo su historia arranca en la década de los
cincuenta del siglo pasado, en la galería de una vivienda de una calle de Barcelona.
Consta que fue un regalo hecho a la medida del
carácter y personalidad de su primer propietario. Al parecer,
extremadamente celoso de su intimidad, se refugiaba en él junto con sus recuerdos y
pesadillas plasmados en objetos y papeles que guardaba bajo siete llaves. Repasaba, releía y lamentaba,
envuelto en una nube de humo de tabaco de petaca, todo lo que se refería a lo
acontecido en su vida desde que estalló nuestra guerra civil.
El mueble recorrió buena parte de las calles de Barcelona, de una casa a otra. Lo imagino cargado en una carreta tirada por mulas o en una furgoneta de mudanzas con motor de gasógeno, sujeto con una basta soga de esparto, cubierto por un viejo jergón y crujiendo por el traqueteo de las ruedas contra el adoquinado firme del Paseo de Gracia o de la Diagonal.
Durante los años de la guerra civil y los de su estancia
más allá de la frontera con Francia, aquel hombre había vivido episodios muy agitados
y su paradero a partir de 1938 se convirtió en una angustiosa incógnita. Toda
su familia, madre, hermanos, esposa y tres hijos, se perdió tras la súbita y
urgente huida de una Barcelona hostil y escenario sangriento de ajustes de
cuentas. Los caminos y carreteras de Barcelona, Tarragona y Castellón que tomaron erráticamente, entre
refriegas, persecuciones y bombardeos aéreos, se convirtieron en su domicilio
habitual. Alcanzados por la metralla unos, enfermos otros, dispersos y mal
alimentados, sus hijos - infancia robada por la guerra - y el resto de familiares regresaron a Barcelona
y pudieron empezar a restañar sus heridas físicas y morales varios años después
de acabada la guerra. Su esposa, alcanzada gravemente en uno de los bombardeos y en
avanzado estado de gestación al salir de Barcelona fue evacuada por unos
sanitarios y de ella "nunca más se supo".
El secreter fue guardián fiel de esta y otras
historias y al fallecer su propietario, a finales de los 70,
probablemente pasó a formar parte de un lote que acabó en manos de una de sus
hijas, para posteriormente ser reparado, restaurado y decorado bajo
un sello muy personal que resulta reconocible entre otros muebles con los que
compartió tiempo y hogar. Sus cajones y la bandeja, que se deslizan con una
suavidad asombrosa, prestaron sus últimos servicios dando cobijo a prendas de
ropa infantil, alhajitas y bisutería sencilla y cartas de amor juvenil.
De los primeros secretos no queda ni una foto, ni un documento.
Solo la memoria de quien vivió aquella tragedia y que nunca alardeó de haberla
padecido para impedir, seguramente, que anidara odio alguno en sus hijos. Poco
contó ella jamás pero recuerda, eso sí, el silbido de los proyectiles, el
rugido de los aviones descargando sus bombas sobre los campos y el chasquido de
los casquillos contra las piedras del camino entre Tivenys y Cherta, Tarragona,
1938.
Era el secreter de mi abuelo Juan y la memoria, hermética y prudente, la de mi
madre, Teresa. Gracias por habernos apartado del odio, silenciando tanto dolor.
Bajo siete llaves |