Mi iPod ha muerto y estoy muy
cabreado. Si, ya, soy muy viejuno y eso ya no se lleva, pero mis momentos zen
me los gestionaba muy bien con muy poquitas exigencias: lo sincronizaba, lo recargaba y programaba el
reproductor aleatorio y toda la música de mi vida iba desfilando canción a
canción. Vamos encaminados a la tontuna espacio-temporal y nuestros
electrodomésticos y enseres van directos a un limbo electrónico y digital (o una caja de cartón donde yacen exhaustos, inertes, sin pulso, decenas de móviles, mp3, discman,s, cassettes, etc); todos parecen
estar programados para caer en fallo, error o caducidad en meses, a lo
sumo en años pero yo quiero seguir leyendo en papel, pasar las páginas
sujetando su esquina inferior y reteniéndola, si es necesario, para que el
viento no se las lleve una a una, quiero cables, quiero pilas alcalinas, quiero bombillas incandescentes. Quiero
tocar y que las yemas de mis dedos rocen la suave piel, que mis ojos -a pesar
de la presbicia también programada- alcancen los objetivos que busco durante el día y
durante la noche, quiero que mis labios alcancen su mejilla, sus labios, su
cuello, que mis pies rocen los suyos y que caminen descalzos sobre la arena; que los dedos de esos pies se retraigan cuando sientan emociones, frio o calor;
la aspereza de la arena húmeda de la orilla y el suave pelo de la manta que
tengo sobre la cama, que el bello de todo mi cuerpo se estremezca cuando el
agua de la ducha sale todavía demasiado fría. Quiero sentir el dulce tacto del rizo de algodón cuando me da por un chapuzón de enero en mi azul mediterráneo. Quiero que mi paladar capte la
sal, el azúcar, el tomillo y el romero. Quiero sentir una voz directa, un susurro personal y no un frío
mensaje de voz del guasap, quiero sentir el aroma de la tierra mojada por la
lluvia y aterirme de frio con esa corriente de viento polar que nos azota de
vez en cuando. Quiero tocar la nieve y sentir el hielo acerado bajo mis
esquíes cuando la pista no ha sido todavía muy transitada a primera hora del
día. Quiero ver como el tibio sol de invierno intenta rasgar el horizonte
tímidamente y envuelve el alba en una sutil aureola de optimismo y de
entusiasmo. Quiero ver el vapor de la cocina que empapa el ambiente de aroma de
finas esencias. Quiero escuchar grillos de madrugada y canciones que sonaron
hace ya unos años. Quiero ver como rompen, violentas, las olas del mar
contra las rocas y como cubre el rocío de la noche la hierba del parque.
Quiero sentir el calor del verano y el
frío del invierno. Quiero sufrir para llegar a esa pelota envenenada que rozó
la línea de fondo y que intento devolver al lado contrario un poco más letal, más envenenada.
Quiero subir esa cuesta que se me resiste y que me obliga a apearme, con la
dosis debida de orgullo y dignidad, de la bicicleta. Quiero sentarme en ese
banquito y contemplar cómo la corriente de mar avanza por la bahía de Palma como una
lengua de lava azul y admirar el pequeño velero que navega de ceñida hasta que
al llegar al horizonte se me hace imperceptible. Quiero saborear esa taza de
café expreso que no viene encapsulado, que abro en un paquete compacto que
desprende el aroma profundo que lo hace atractivo y apetecible. Quiero usar el
sacacorchos para abrir una botella de vino y olfatearlo posteriormente para
obtener la información que preciso. Quiero abrazar a unas hijas que crecen a toda prisa, huyendo de sus propias infancias y apartándose de los hábitos que ya van
quedando atrás y que se pierden aunque yo recogí, afortunadamente eso sí, en una disco duro que
he ido alimentando los últimos veinte años.
Quiero acudir a una floristería de las Ramblas - especialmente el día de Sant Jordi- y llevar a mis damas sus rosas rojas para que vayan
pereciendo día a día en un jarrón sobre la mesa del comedor. Quiero abrir la
ventana del salón cada mañana y dejar que el fresco de la madrugada evacúe la
memoria de la noche anterior y escuchar los trinos de las golondrinas cuando
regresen la próxima primavera.
Quiero, quiero, quiero.....quisiera que la
humanidad aprovechase la oportunidad que nos queda de sentir las cosas por
nosotros mismos, con todos nuestros sentidos, aunque poco a poco vayan
perdiendo frescura y capacidad de percepción y que no nos lo cuente ni nos lo transmita
un simulador digital que nos haga creer, desde el sofá de casa, con una extravagante mascarilla ante los ojos, que estamos
ante las pirámides de Egipto o en la cara oscura de la Luna. Quiero cocinar un boeuf bourgignon a fuego lento, con llama, no programado en un robot electrónico con sabor a nuevas tecnologías y compartirlo contigo, casi en silencio, sin que nadie me haga creer que estoy en un bullicioso restaurante de Paris, o una caldeirada de rape, merluza, langostinos y almejas y un traguito de albariño sin desplazarme virtualmente a una playa de Villagarcía de Arousa.
Quiero, en fin, que la caducidad programada de mi organismo, no impida que mis ojos, mis oídos, mi nariz, mi lengua y mis dedos sigan encontrando refugio en las personas que amo y en las cosas que me gustan.
Mira que quedarme sin mi iPod.
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