lunes, 20 de agosto de 2018

Tormenta de verano

Leí la novela de ese titulo de Juan García Hortelano en mi adolescencia. En la familiar Barcelona de los setenta, alguna de aquellas tardes de agosto en que la humedad y el bochorno hacían finalmente saltar por los aires el cielo gris y brumoso y se desataba, en escasos minutos, una potente tormenta eléctrica, acababan saltando los plomos y se iba la luz de casa dejándonos resignados a contemplar la estruendosa granizada que llegaba a continuación desde la ventana. Llegado el momento, ante la ausencia de mejor manera de pasar la tarde, me refugiaba a solas en las librerías de mi padre. Tras los Papeles de Son Armadans y de la Revista de Occidente que colapsaban las primeras líneas de las estanterías se escondían, entre miles de libros,  las novelas de los premios Planeta, Nadal, Formentor. Era la lectura más próxima desde el sofá, y alargando ligeramente el brazo se podía alcanzar cualquiera de aquellas joyas de esos años. Una de aquellas tardes en que por determinadas circunstancias quedaría solo en casa, en medio de la tormenta, como si viniera como anillo al dedo me fijé en su título. 

Con el temor reverencial de estar haciendo algo no permitido y con cierta avidez comencé a leer la novela. En la clandestinidad de mi soledad y rodeado por una lluvia y luz muy tenues la redacción de García Hortelano fue atrapándome hasta llegar a perder la noción del tiempo y sorprenderme, casi inadvertidamente, la caída de la noche. Llegado ese momento colocaría el libro en su hueco de la estantería y parapetaría su espacio con el fascículo de los papeles de Cela. En los sucesivos días en que me entregué a la novela, tenía la sensación de que, salvo porque no lograra  entender el trasfondo socio político del relato, por su intriga y desarrollo no había motivo para estar prohibida. No tenía sentido pensar que mi padre pudiera molestarse por haberme atrevido a leer ese libro y seguramente sería así, puesto que de su simple lectura nada nocivo se desprendía ni de su argumento ni de su lenguaje. 

Al cabo de unos cuantos años, ya con pantalón largo, en uno de mis regresos al piso de Barcelona, me reencontré frente a aquellas librerías y me topé nuevamente con la novela. La tomé con delicadeza porque los años y la manipulación por su lectura habían deteriorado la parte superior y lateral del lomo. Con cinta adhesiva y cariño trate de restaurarlo y volví a leerlo. Esta vez con mayor comprensión de su fondo crítico por la época en la que se desarrollaba la acción, volví a sucumbir al relato fácil y elegante del autor, a su prosa ágil pero no exenta de un punto de acidez que acreditaba su estilo y pensamiento reconocible en otros cuentos y relatos que leí posteriormente.



Al margen de ese fondo más o menos conveniente y más o menos apropiado para que yo lo leyera en tan pronta edad, cada mes de agosto -suele ser a mediados- cuando una primera entrega de la gota fría mediterránea hace que de forma brusca el cielo se desplome sobre nuestras cabezas entre truenos, rayos y trombas de agua lo identificamos como una tormenta de verano y yo no puedo dejar de acordarme de la novela, de aquel cadáver desnudo de una joven que aparecía en una playa. 

La rapidez con la que se ennegrece el cielo y con la que el viento comienza a rachear  con violencia y a rolar como si tratara de buscar acomodo urgente  en todos los rincones hace que huyamos de los espacios abiertos y alcancemos refugio seguro. Eso pasa en Illetas todos los veranos. Y este no ha sido una excepción. La más divertida manera de vivir la sensación de la tormenta es bañándose en el mar. Al final, puestos a empaparse, correr para apretujarse en una baldosa con semejantes y alocados vecinos no es mejor que observar el espectáculo desde la orilla y ver como el cielo empieza a desgranarse en forma de lluvia y deja sobre el horizonte vistosas virgas, como si las nubes fueran diluyéndose armoniosamente.




Al final, la resistencia tiene su premio y con idéntica rapidez, pasada la tormenta, el cielo vuelve a mostrarse intensamente azul, el sol vuelve a brillar con fuerza y el viento cae en intensidad. Como regalo queda una tarde esplendorosa, la playa casi vacía y el mar plano como la superficie de un lago. Navegar con una sencilla tabla, alejándose de la orilla permite contemplar el fondo con la claridad que proporcionaría un cristal transparente.




Hemos superado el famoso ferragosto italiano y, aunque queda todavía mucho verano por disfrutar, las temperaturas, especialmente las nocturnas, nos dan un ligero respiro. No me sobra esa sábana por encima de los rescoldos todavía humeantes de nuestros cuerpos tras haber superado la fatídica semana de noches tropicales y días con temperaturas superiores a los los treinta y cinco grados.

Todo gracias a una tormenta de verano.



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