lunes, 28 de agosto de 2017

Sacos terreros o bolardos, ¿Qué más da?

Cuando hace poco menos de cuatro años regresé de mi misión afgana, además del feliz reencuentro con mi familia y mis amigos, pude recuperar la percepción del color de las cosas y del aroma de muchas de ellas. Siete meses expuesto a un turbio ambiente árido, donde todos los objetos depositados sobre la mesa del despacho acababan engullidos por un denso polvo amarillento, produce una leve amnesia. De no ser por los medios electrónicos que, a través de una pequeña ventana, permitían mantener un hilo de comunicación con la realidad exterior, cualquiera, en pleno juicio, podría haber acabado totalmente trastornado.

Cuando hace poco menos de cuatro años regresé de mi misión... no deseaba otra cosa que respirar profundamente el aire que me envolvía, disfrutar con los colores que me rodeaban y regalarme los oídos con el canto de cuantas aves daban cuenta de un nuevo amanecer.

Cuando hace poco menos de cuatro años regresé de... volví a valorar (poner en valor, dicen los cursis) el aire de libertad y de seguridad "occidental" que reina en mi país y en el resto de Europa y no eché de menos ni las concertinas sobre la línea de merlones que delimitaba la Base, ni los muros de hesco bastion rodeando los pasillos y accesos a los corimecs, ni la imagen de un chaleco colgado en un galán de guerra en mi despacho, ni los disparos lejanos o la prevención de no alterar el blackout con una luz de más.

Cuando hace poco menos de cuatro años... no me imaginaba ni por un momento que, a pesar de que la lata viene de lejos, nada ni nadie pudiera amenazar el sano espíritu de convivencia que existía en mi país y en el resto de Europa, a pesar de ser consciente de que cualquier tarde o cualquier madrugada, uno o varios descerebrados pueden hacer añicos ese estado de serena convivencia.

Cuando hace poco menos... no me hubiera creído que a estas alturas íbamos a estar como estamos; permanentemente amenazados con padecer un desgarrador atentado terrorista, vivir en una permanente alerta por la presencia de seres desalmados dispuestos a sembrar el dolor y el pánico en nuestras ciudades y acostumbrándonos a leer portadas de periódicos, aperturas de informativos televisivos y mensajes con imágenes de muerte y mutilación.

Cuando hace poco... no me imaginaba que iba a tener que acostumbrarme a ver las ramblas y calles de mi ciudad protegidas por bolardos y maceteros que puedan dificultar una de las muchas y diabólicas maneras en que ¿un ser humano? puede destruir la vida de los demás.

Cuando... no me imaginé, ni por un miserable minuto, que volvería a vivir permanentemente en "misión", sobreviviendo con mi familia y mis amigos en un estado de pánico, de miedo,  de mentiras, de odios, de soberbias de unos creyéndose superiores al resto,  de actitudes infames de quienes, radicales violentos de una opinión que debería debatirse -en cualquier caso- con palabras y diálogos constructivos, aprovechan cualquier tren, cualquier vagón descarrilado, cualquier acto de terrorismo masivo para sacar la caja registradora de un proceso de mentiras y ofensas contra el Estado. Siento por estos cobardes que vociferan violentamente e insultan a los representantes de dignas Instituciones de ese Estado idéntico desprecio y repugnancia que por los que ponen las bombas o conducen furgonas asesinas porque creo que comparten el mismo grado de irracionalidad en sus actos y en sus pensamientos. 

Y mientras, ¿deberemos resignarnos a vivir protegidos con bolardos, maceteros o sacos terreros, escuchando tiroteos, mientras dispersas columnas de humo ennegrecen y enturbian el aire de mi ciudad y disfrutamos de una libertad cada vez más pobre?


lunes, 21 de agosto de 2017

El misterio de las piedras

En mi reciente viaje por Ferrol no descuidé una cita personal con una parte de la historia que le proporcionó su grandeza y que, a pesar de haber vivido allí casi cuatro años, no acabé de explorar debidamente en su momento. Además, espoleado por la ficción de Inma Chacón -Tierra sin hombres- quise encontrar ese refugio que en la memoria de los ferrolanos constituye un motivo de evidente orgullo. Y empecé por lo más remoto.

Exploré entre los muros del Castillo de San Felipe. Los más próximos a la ría muy desvencijados y deteriorados. Un cartel indicativo de su horario de apertura y algún panel relativo a algunas particularidades de su arquitectura es toda la información sobre el complejo histórico que se obtiene a la entrada. Pocos visitantes en un día soleado y de aguas serenas en la ría. En uno de los puntos más estrechos de la bocana casi se rozan los Castillos de San Felipe y La Palma. El lazo en la actualidad es visual pero en tiempos una gruesa cadena los unía, a conveniencia de la defensa de la ría, para  impedir el acceso al Puerto de Ferrol a flotas enemigas.





Cuesta poco esfuerzo, cerrando los ojos, asomarse desde los restos conservados de su hornabeque e imaginarse una dura batalla entre las naves inglesas y los artilleros españoles, hace más de cuatro siglos. Resuenan los cañonazos y se siente el fragor de las batallas que se reprodujeron siglos más tarde y que dieron pie a que el propio Napoleón, tras la Batalla de Brión, brindara "por los valientes ferrolanos". Militares y civiles -estos modestamente "armados" con utensilios de labranza- ofrecieron heroica resistencia ante más de quince mil soldados ingleses, desembarcados en la playa de Doniños. Lástima que no seamos capaces de conservar nuestro patrimonio como sí lo hacen ingleses y franceses y estoy convencido de que si esa fortaleza estuviera en los Estados Unidos de América, daría gloria verlo en perfecto estado de conservación y con su bandera en lo más alto.

Algunos de los muros internos de la fortificación se encuentran en perfecto estado y dan muestra de su inexpugnabilidad al contemplarlos desde el foso. El patio de armas conserva suficientemente la sobriedad de su arquitectura y ayuda a imaginarse y escuchar el incesante trajín de caballerías y carruajes a través del tunel de acceso, cuyo empedrado reluce como si no hubiera pasado el tiempo por él.


Este fugaz paseo por la historia, en solitario, podría dar mucho más de sí, pero me he propuesto asomarme al puerto exterior de Ferrol, obra reciente y que va a transformar el tráfico comercial en torno a esta comarca gallega. Desde San Felipe se alcanza mediante una coqueta carretera que circula sinuosa entre frondosos bosques de eucaliptos y castaños milenarios. El trayecto, en otras condiciones climatológicas, puede  llegar a sobrecoger al viajero cuando la espesa niebla de la ría se adueña de la propia carretera. Hace unos años en esas condiciones me encontré y acuden fácilmente a la mente tenebrosas leyendas de la Santa Compaña. En un claro del camino aparece la Capilla de San Cristóbal y su cruceiro correspondiente y más adelante los restos de lo que fue una batería de costa con el mismo nombre, del siglo XVIII y el mirador, desde el cual se domina, en un día claro, la entrada de la Ría de Ferrol y a lo lejos, al sur, la amplia entrada de la Ría de Ares.

Mucho han cambiado las comunicaciones desde mi salida de Ferrol. Y desde el Puerto exterior de Cabo Prioriño una rápida carretera enlaza en pocos minutos esta zona con el resto de la comarca y finalmente con la autopista a Coruña y Santiago.

Mi parada es más próxima. Tengo mesa reservada en la Cetárea de Cobas, muy próxima al Cabo Prior, pero antes pretendo alcanzar el faro y los imponentes acantilados."JAVI. QUE SEPAS QUE TODOS TE QUERÍAMOS. 8-10-2001" Esta leyenda figura en la placa existente en una cruz por encima de los cien metros sobre el nivel del mar.



Aparco. Visito la depuradora. Contollas, bueyes, langostas, bogavantes, nécoras....percebes. Hace treinta años, después de habernos merendado unos cuantos bichitos entre amigos y con la sensación de que no habíamos rematado la faena, preguntamos al camarero si podíamos comer algo más. Era verano, hacía una tarde de sol radiante y teníamos veintipocos años. El camarero, con sigilo y misterio nos llevó hasta la cocina y levantó un paño que tapaba un recipiente lleno de percebes.

- Hay unos dos kilos. Si los desean se los preparamos en unos minutos.
- No se hable más. Hágase! -contestamos al unísono. Y así fue.

Recordando aquel episodio, por supuesto que lo primero que hice fue preguntar si tenían percebes y me despaché muy a gusto mi buena ración, que por gramos, creo, no llegaba al kilito. El problema de comer solo es que no se pueden degustar más productos. Añadí a mi comanda un par de nécoras que llegaron lustrosas a la mesa. De buen tamaño y "moi cheas" las fui desmenuzando y comiendo poco a poco, al tiempo que saboreaba un albariño fresquito, contemplando, a través de la gran vidriera todo el inmenso mar que bate la playa de Cobas y los níveos espumajos de las olas que rompen a escasos metros de esta locura gastronómica. Escuchaba los lamentos de los bogavantes y langostas que preparaban para otros comensales pero no me atreví a traspasar la fina línea de la moderación y para no complicar el viaje con una segura pesadez estomacal me conformé con un discreto sargo al horno. Algo que no volveré a pedir en una cetárea, nunca máis.

Un típico café de pota me reconcilia con la vieja tradición de muchas de las casas de comidas gallegas. Sabor y aroma que nada tienen que ver con las pastillas y las cápsulas que te despachan en otros muchos locales.

Siguiente parada: Ermita de Santa Comba. Aparece la playa y la serena colina sobre la que se erige la ermita desde un pequeño balcón que limita la zona de aparcamiento. A través de unas ecológicas escaleras de madera se accede a la arena. Es una playa estrecha, alargada y que se borra completamente con la pleamar de tal manera que hace inaccesible, como si de una isla se tratara, la colina de la ermita.

Mi primera sorpresa se produce al intentar visitarla. Unos peldaños de piedra interrumpidos por un hueco y cinco metros más arriba el resto de la escalera de cuyos últimos escalones cuelgan dos maromas. Un trio de orientales -filipinos, creo- se cuelgan de las mismas y apoyando los pies en cortantes lascas de pizarra acceden al punto más alto. Soy mayor, tengo una edad, estoy solo, mi natural cautela desaconseja lanzarme a una aventura para lo cual mis patrones de acción, entre los tres, casi igualan mi masa corporal y peso. Me lo pienso y me lanzo. Me cuelgo la mochila e inicio el ascenso. Resulta mucho más sencillo de lo que aparenta. Por un estrecho sendero entre matorrales bajos llego hasta la ermita. No se puede acceder al interior y presenta un perfecto estado de conservación, en líneas generales. Me asomo a los confines de la colina y la panorámica vista justifica la excursión por sí sola. Para mas información: 

http://galiciadesendaensenda.blogspot.com.es/2013/05/santa-comba.html


En el camino de regreso a la playa me topo con algunas tejas de pizarra en el suelo, caídas por efecto de algún temporal y que en su día debieron formar parte de la cubierta de la propia ermita y tomo como recuerdo/reliquia.






El descenso por cuerdas hasta la playa parece algo más complicado pero se solventa con una buena dosis de calma, a pesar de que unos niños chapotean en una de las charcas que deja la bajamar y preferiría evitarles el desagradable espectáculo de una descalabradura gratuita.

El baño me proporciona un punto de serenidad y tonificación gracias a la refrescante temperatura del agua. Un intenso olor de fondo de mar inunda toda la playa e impregna la piel y el cabello.

El tercer paso de la peregrinación lo determina el testimonio de Inma Chacón, quien dijo haberse emocionado y conmovido al visitar el Cementerio de Cobas y visitar una pequeña tumba anónima cubierta de conchas. 


Una fría  y misteriosa brisa circula entre las tumbas y me acompaña durante mi visita al camposanto. Vista la tumba, considero que es un buen momento para abandonar el recinto y dejar de perturbar el eterno descanso de los allí enterrados... 

Va cayendo la tarde y decido culminar la jornada con una merienda/ cena en Doniños. Tengo tiempo para coger unas olas en su playa, dejarme arrastrar por ellas, como cuando tenía treinta años menos y salgo indemne pero con los bolsillos del bañador completamente llenos de  "arenas".... 

Tomo asiento en la terraza. Me atiende Alejandro el "Cholas" y con mimo me sugiere lo que voy a comer, un chipirón rebozado y un salpicón de pescado. Sublimes. De la bebida me encargo yo. Una gallega bien fría, una Estrella Galicia que con el sol que va resbalando por el infinito horizonte atlántico sabe a gloria bendita.




El círculo de la aventura entre piedras y leyendas lo cierro con la visita al Santuario de Nuestra Señora de las Angustias, en el ferrolano barrio de Esteiro. Su imagen, muy venerada en las procesiones de Semana Santa arrastra  una ancestral devoción entre sus parroquianos y también cobra un trascendental protagonismo en la novela de Chacón. Me siento junto al Párroco que asiste como un feligrés más  al rosario previo a la celebración de la Eucaristía. Asombrado por mi curiosidad, en voz bajita y amable y musitando las palabras se interesa por mi presencia y se ofrece a ilustrarme, en la escasa medida de sus posiblidades, sobre la imagen de la Virgen, por estar sustituyendo al Párroco titular. Le agradezco su atención y lo dejo con sus rezos que, estoy convencido, no caen en saco roto y que necesitamos mucho más de lo que nos creeemos en este absurdo mundo de odios y descerebrados.

lunes, 14 de agosto de 2017

Un cachito del verano entre hortensias

Las ruedas del Escort iban recortando la cuneta, esquivando los matorrales de hortensias que se arracimaban sobre la calzada. A cada golpe de volante le seguía un brusco acelerón. Por el retrovisor eran visibles los vaivenes de las plantas hasta recuperar su verticalidad. En cada curva aparecía un nuevo matorral que por su exuberancia casí impedía la visualización del trayecto de la carretera que volvía hasta Ferrol. Atrás quedaban los arenales de Doniños. De eso hace treinta años y he regresado al lugar de los hechos.

Efectivamente, todo este tiempo después, me he tomado una semana en aquel recreo. Mientras que en Palma, en mi ausencia, las temperaturas  han trepado violentamente hasta los cuarenta grados y el aire, me dicen, era irrespirable y provocaba en los habitantes de Baleares la angustiosa sensación de estar tomando las ultimas bocanadas de aire -como un pescado recién extraído del mar sobre la cubierta de un llaüt- una agradable sensación de bienestar térmico envuelve mi excursión ferrolana.

En ningún caso  constituía un viaje al pasado. Al menos no lo era intencionadamente. Se trataba de recuperar un poco de su gastonomía y, de paso, visitar parte del camino andado. No dejé nada pendiente cuando me fui; nada por hacer ni nada por recuperar. La historia, en lo personal, se cerró el mismo día en que, con el Ford verde jade y unos cuantos bártulos en el maletero, atravesaba por última vez el viejo puente de As Pías con la certeza de que una parte de mi vida se quedaba en aquella ciudad y con un remate final claro en la terminología naval: DESEMBARCO.

He paseado en solitario por  cada una de sus calles. El hecho de que muchas de ellas sean peatonales permite al viajero la plácida observación de sus fachadas, de sus adoquines, desgastados en sus bordes y esquinas por el paso de los años - no sé si algunos incluso centenarios- y por el peso de las lluvias.  Impone, a quien lo conoció en momentos de mayor esplendor económico y social, la quietud y languidez de ese casco antiguo. La Plaza de Amboage, con la vieja estatua del Marqués, cubierta por una pátina verdosa que no recordaba,  fue el fondo de mi primer selfie-adivinanza guasapeado a mi querido amigo Pedro. Bajé por la Calle Real y reconocía, a cada paso que daba,  los locales que urdían cotidianamente el tejido comercial de aquellos años; La Pastelería Real y su afamada y reconocida tarta sácher, Calzados Nores, Acevedo, la Panadería Stöllen, la Central Librera y un sinfín. Muchos otros echaron el cierre y quedaron para la historia y su espacio  permanece inmóvil y abandonado, sin rastro de vida en su interior, como viejas embarcaciones embarrancadas, con sus escaparates empañados por el olvido colectivo de una población que no repara siquiera en su presencia. Forman parte de un archivo histórico, una foto fija que conmueve a quienes transitábamos por aquellas calles a finales de los ochenta.

Algunos de los bares y cafés, lugares de encuentro habitual en la época en que volabamos libres sin necesidad de atar nuestra agenda social a un teléfono y sus múltiples aplicaciones, permanecen abiertos en la actualidad. Otros han alterado su fisonomía y no resultan reconocibles a pesar de mantener su nombre. La Jovita, O toldo, el Oslo. Hay nuevos locales y algunos de ellos interesantes pero en este ejercicio de memoria he querido recuperar viejos sabores.

El centro de Ferrol se recorre en muy poco tiempo y en las horas centrales del día, con tiempo soleado y seco, el bullicio de julio se apodera de las principales calles, en los tramos que van desde la Plaza de Armas hasta la del Marqués. Los ferrolanos son muy sociales y se paran unos a otros en medio de una intersección de calles para charlar, o se sientan plácidamente para tomar un buen café con leche en las terrazas. Escudriño sus rostros y una parte de mi subconsciente busca rasgos familiares y trato de reconocer, después de treinta años, si esa señora o aquel nacho, son fulanita o perenganito. Y sonrío aliviado al plantearme si esta o aquel no podrían ser ahora mi cónyuge, mi suegro.....de haberme quedado a vivir aquí unos pocos años más. No fue así y volé bien lejos para volver un par o tres de ocasiones y de esto hace también mucho tiempo.

La oferta gastronómica de Ferrol es uno de sus principales activos -y alicientes-. Siempre hay lugares donde regalarse un excelente bocado y un  buen vino del país servido en la copa adecuada.  Además de albariño me he regalado unos cuantos tragos de mencía y me ha secuestrado la razón la sutileza del "Crego e monaguillo", un Monterrey sencillamente exquisito. En esto han perfeccionado el servicio. La primera vez que me pedí un tinto en la zona del Cantón, en un bar que ya no existe, me lo sirvieron en un vaso de tubo. Hoy en día en cualquier local, a demanda de un buen vino te responden con la copa adecuada y eso es de agradecer.

Cerca de mil kilómetros de carretera en poco más de cinco días permiten un amplio recorrido por la comarca ferrolana. La rutina de los años vividos me ha servido de experiencia y me ha brindado la oportunidad de saber orientarme entre bosques milenarios, rutas amables de carreteras no muy transitadas, sinuosas, sombreadas, envueltas en multitud de verdes desde los espectaculares acantilados de Cabo Prior y Cabo Ortegal hasta las marinas de Pantín, Cobas y Doniños. Y en esos placenteros recorridos, el placer de degustar nécoras, percebes, chipirones rebozados, crocas de ternera, sargos a la brasa, parrochitas, empanada y... el pulpo. El mejor pulpo del mundo. Ese café de media tarde, final de octubre de 2013, en la cantina del "Camp Arena" de Herat que me brindó la ocasión de conocer a Carlos F.V.R y citarnos, quién sabe cuando, para compartir ese pulpo en el  "Cholas" de Doniños.

Tenías razón Carlos, el mejor "pulpo a feira" del mundo. Y sus parrochitas y sus chipirones y su salpicón.....



lunes, 7 de agosto de 2017

Esto está que arde

En las terrazas de algunos restaurantes de la isla sirven el pescado, debidamente eviscerado, sobre una bandeja de horno, con sus patatitas y eso, aliñado, con sal y unas rodajitas de limón, etc. Lo presentan tal cual para que cada cliente le dé el puntito personal....se cuece a temperatura ambiente en la mesa del cliente. Es más, me consta que en bandejita aparte  proporcionan un panecillo  en crudo para que, del mismo modo, le dé cada cual el puntito de cocción que desea....

Las niñas ya no quieren ser princesas. 

El jardín está lleno de okupas y a casa vienen unos tipos extravagantes que no hacen más que pedirle a papi cosas rarísimas. Mamá está mustia, la pobre. El calor la tiene abatida y no le alcanzan las fuerzas ni para darse aire con el abanico souvenir de las Cuevas del Drac. El casoplón se le cae encima y afuera hace tanto calor que cuando salimos a hacernos unas fotos para la prensa no puede evitar que unos rodetes de sudor empañen su impecable imagen y, de paso,  su carolinaherrera

Nosotras somos muy felices porque Mallorca nos gusta a pesar de que el calor y el protocolo impiden que podamos hacer lo que más nos gustaría, acercarnos a la playa de Cala Mayor, coger la tabla de padelsurf  y alejarnos por un momento de la escolta, de los guardias, de papá, de mamá, y de Froy y de Vicky que nos tienen uno poco de gato....como somos las pequeñas, ya sabes, tienden a disfrutar haciéndonos la puñeta. 

La superabuela es muy fuerte. Con más de cuarenta grados a la sombra, se cuelga de un brazo el bolso, del otro a la tía Irene, se calza las abarcas a juego o con el bolso, o con la diadema, o con la falda o con la propia tía Irene, se sube al seatleón y se aleja echando chispas de Marivent con dirección a Jaime III. No le gusta ver a su prole zascandileando por Palacio, viendo "Aniquílame de luxe" con los pies encima de la mesa de centro, estilo Aznar.  Le encanta pasear y que la reconozcan - a distancia, eso  sí, que los mallorquines son muy respetuosos. Si te ven, corren hasta donde tú estás, pero como si hubieran colocado una barrera invisible, mantienen una prudente distancia, no pasan de un ligero saludo con la mano y algún que otro piropo políticamente correcto; no pasan del guapa! no sea que....

Ha dicho papi que a lo mejor el verano que viene ya no podemos veranear en Mallorca porque hay un lío terrible con los alquileres vacacionales y no sabe muy bien si podrá o no usar Marivent, como ahora han montado en el jardín unos merenderos/barbacoa para desestacionalizar la temporada de turismo... Este invierno ha habido por lo menos tres visitas. Claro, era un clamor popular. Todo el mundo queria ver los jardines y hacer pipí detras de los arbustos de los ibiscus que con tanto mimo cuida la abuela. Total, que mamá se ha puesto muy contenta porque ella es más de ir de aquí para allá sin tener un lugar fijo y además no le gusta el mar ni los barcos, ni las regatas, ni las gentes tan raras que circulan por aquí. 

A nosotras nos gustaría un poco más de emoción, pero nos dicen que todavía somos muy pequeñas y no podemos practicar todos los deportes de riesgo que practican los turistas jóvenes que visitan este archipiélago, que todo llegará. Mientras, nos han llevado a comer helados y cuartos, a ver delfines -pronto los van a dejar en libertad porque estos señores a los que no les gustan los toros tampoco quieren que los niños podamos disfrutar con las piruetas de focas, orcas ni delfines; y como aventura especial, nos han subido a un viejo tren de madera y nos han llevado a ver cuadros y cerámicas de dos artistas que eran muy amigos y que vivieron también en Mallorca hace un montón de años. Realmente fascinante. Total, estamos deseando que se acaben ya las vacaciones, volver a Madrid y que empiece el curso.




Nombres que remueven la memoria

La primera que yo recuerdo fue una pequeña y coqueta Iberia blanca. Sobre una de las encimeras de la cocina, resultaba muy atractivo para in...