martes, 2 de mayo de 2017

El viejo Café

A menudo salta a las páginas de información local la noticia del cierre de un local clásico, de los de toda la vida. Una mercería, una librería, un cíne, un café. A muchos ciudadanos, especialmente a los que tenemos una edad, estas noticias suenan a esquela, a obituario. Quien más y quien menos echa mano de su propia copia de seguridad y dedica unos segundos a reflexionar lo mucho, lo habitual o lo escaso que une a su propia biografía la historia de aquel negocio.

Hoy, primer día laborable después de su cierre definitivo el pasado sábado,  ya no abrirá sus puertas el Lírico, viejo Café en el que todas las mañanas, durante un montón de años, nos tomábamos un tellat los jóvenes Interventores de la calle del Mar. Allí conocí a los que habían sido, primero, subordinados de mi padre, luego compañeros y amigos. Huíamos de la oscura tabernita del viejo cuartel de Intendencia y entrábamos en el Lírico por su puerta de atrás. Si el clima lo permitía nos sentábamos en su terraza del paseo de Antonio Maura o bien, en invierno o cuando llovía,  ocupábamos los pequeños veladores de su interior. Tras la barra, muy alta, l'amo despachaba uno a uno cada uno de los cafés en sus múltiples variantes de cada comanda. Al rato, servía diligentemente el camarero cada una de las consumiciones sin margen de error y  acabado lo cual, introducía muy poco sutilmente su mano en uno de los bolsillos de su pantalón negro y hacía sonar ostensiblemente la calderilla que ahí guardaba para, captado el mensaje, poder proporcionar las vueltas.

No podía decirse del personal que fuera ni simpático ni gracioso. No se dio jamás compadreo alguno con aquellos camareros de blanca guayabera. No había chistes ni ocurrencias ni se abría debate alguno sobre los resultados de la jornada futbolística pero aquel local formaba parte de la rutina de cada día laborable. Era rápido, próximo y económico. Todo eso mucho antes de la llegada del euro y por tanto, una ronda de cafés, no pasaba de las trescientas o cuatrocientas pesetas. Entonces un dinerete, pero hoy -tres euros- apenas cubriría el precio de un desayuno individual. Así estamos.

Entre las mesas abarrotadas, tanto en la terrraza como en el interior, se colaba un anciano vendedor de lotería, eterno en la memoria, con su traje gris y exhibiendo una ristra de décimos procedentes de la Administración próxima. Un año, para el sorteo del Niño, cayó allí el gordo y regó aquellas aceras de millones de pesetas. Muchos comerciantes de la zona resultaron agraciados y otros habituales nos quedamos ajenos al reparto. Jamás volví a ver al viejo vendedor. Dicen que le tocó un buen pellizco y que desapareció. Creo que el Lírico repartió un premio en participaciones. Igual que la propietaria del Chalet Suizo, que pasados unos meses también cerró. Hacía ella misma la pasta, preparaba unas exquisitas raclettes y foundies y regalaba a los clientes habituales, a los postres, una excelente copita de grappa casera, de origen familiar, y como ella defendía, absolutamente suiza. 

Pero eso es otra historia....


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