Sabía desde el
inicio del nuevo año que, devueltos los días de vacaciones que nos sustrajeron por culpa de la
crisis a los empleados públicos -otros perdieron mucho más- llegaría el momento
de poder disponer de ellos y disfrutarlos de verdad pese a que el límite de uso
estaba fijado en el 14 de junio. No reparé en aquella fecha que parecía tan lejana en las primeras semanas y
metido en la gestión tan peculiar en la que ejerzo mi actividad profesional
todos los días nos hemos plantado en el mes de junio.
Miré el calendario
y, con desgana y cierta pereza, me pregunté a mí mismo qué sentido tenía tomar
unos días de vacaciones antes del verano, más de diez días contando moscosos y fines de semana,
si no iba a poder ausentarme de casa en pleno final de curso y el mediodía le
cae a uno sin darse cuenta. Volví a mirar el calendario y cuando el experto
profesional en estos menesteres me diseñó la compleja estrategia de
combinaciones posibles (para eso yo soy un perfecto inútil, pese a haber superado sucesivamente las condiciones de recluta, soldado y alférez alumno), resultó que podía marcharme el 3 de junio y no regresar hasta el quince. ¿Y qué hacer? ¿Dónde
ir? Con todos los líos de la nueva obra de la comandancia; un tabique aquí, una
ventana más allá; un expediente de obra así, tres presupuestos de suministro,
la firma electrónica de las cuentas, el estado de ejecución de la caja.....¿cómo
vas a largarte con esta guerra? Pues sí. Me fui, me he ido.
Así es que, a
pesar de que con los primeros trinos me levanto de un brinco sobre las 6.30 y
que no parece, por la hora de inicio de actividad, que esté de vacaciones, lo
estoy. El paseo hasta el colegio en el primer servicio matutino se hace de otra
manera. Los rayos de sol que son como dardos directos a los ojos en el traqueteo por la
vieja Palma camino del trabajo, miman cariñosamente esa ruta cuando, de regreso
a casa, puedo bajar la ventanilla y esa primera brisa de junio penetra en mis
pulmones. Escucho la radio sin prestarle mucha atención y muy relajadamente
disfruto echando un vistazo a las lomas que dibujan el armonioso perfil que
rodea mi casa. Campos de golf en pleno riego y animosos deportistas aficionados
que suben y bajan por esas cuestas; unos corriendo, otros caminando velozmente;
unos con palos -esquiadores de secano- en padrí Miquel, de Son Rapinya, (¿se llamará así?)
paseando con su fiel compañero; un perro mediano, de colores canela, negro y blanco
que, ya sea verano o invierno, haga frio o calor, le acompaña.
¿Y qué voy a hacer
yo estos días? Si me quedo en casa acabaré trasteando con el ordenador,
entrando y saliendo de mil páginas, leyendo los digitales, calentando mi
conciencia y mi humor con las majaderías de los políticos, etc...
Los escolares en el cole y la población activa trabajando - a Dios gracias-. El mundo puede
seguir sin mí, así es que me sumergiré en el mar, ese privilegio que tengo,
tenemos, al alcance de la mano. En poco más de diez minutos me siento frente a
él, con este sol todavía tibio que en breve empezará a tostar mi piel por
encima de las marcas que el tenis del invierno ha dejado en mis piernas,
en mis brazos, en mi cuello. Reparadora inmersión en las aguas turquesas y esmeraldas, con un
fondo de arena blanca, tan querido, tan anhelado, tan añorado cuando uno
se encontraba lejos, en medio de un desierto de otra arena y de otro aire
amarillento y turbio. La acompaño con una zambullida simultánea en la última
novela de Lorenzo Silva, Donde los escorpiones. Se ubica la acción en
Afganistán, donde su sagaz Subteniente Bevilacqua (lo conocí de sargento en su
primera novela) tiene que investigar la muerte de un militar español en la Base
de Herat. La detallada y minuciosa descripción de ese entorno en las páginas ya
leídas me transporta a aquella tierra hostil y envuelve ese baño de mar,
tan lejano de todo aquello, en un continuo desfile de personajes -muchos de
ellos reales y muy familiares- y de objetos y rincones sobradamente conocidos. Se me va
la olla y pensando y pensando recuerdo a todos mis compañeros de relevo.
Qué suerte haberlos conocido y compartido con ellos aquellos meses y haber vuelto todos sanos y salvos. Y por esos
colores del mar; las turquesas, los jades, las esmeraldas, el lapislázuli, las
amatistas....el joyero de Herat, el bueno de Said. A menudo me pregunto, con las vueltas que da la vida, si no será él uno de esos afganos que por sus especiales circunstancias logró salir de aquel infierno y ha emprendido con su familia el doloroso camino hacia la civilización y ya se encuentra, acogido, en España, cerca, muy cerca de ver su sueño hecho realidad: tener una joyería en Madrid. Si fuera por su bien, ojalá.
Leo un titular en
un digital de información general, es decir no es de los que dedican
sus páginas a la divulgación científica: "El alimento aumenta la
resistencia a la acidificación del mar". Lo leo y trato de entenderlo. Me quedo igual. Mejor me baño en él y ya si eso....
http://www.elmundo.es/baleares/2016/06/08/5757f061468aeb111b8b464e.html
La vida te invita a vivirla. Si puedes, aprovéchalo.
La vida te invita a vivirla. Si puedes, aprovéchalo.
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