Desde que acaba el curso, prácticamente sobre las hogueras de San Juan, hasta el Pobre de mí, carpetazo a los encierros de San Fermín, pasa la primera fase de las vacaciones estivales. Para mí gusto, el mejor momento. Mucho por hacer, casi todo por planear y absolutamente todo por disfrutar en esta época del año marcada en el calendario como vacacional. Al margen de que las mañanas las siga ocupando mi presencia física (esta, segura; otra cosa es la mente....) en mi puesto de trabajo, siempre me quedan las tardes; festivas y lúdicas.
El cambio de rutinas -embrague y punto muerto- me permite disfrutar de esas tres semanas con absoluta desinhibición respecto de lo que nos deparará septiembre. Y aunque cada año suelo tomarme unos pocos días de vacaciones lejos del habitual entorno, justo en ese mes, ya nada será lo mismo. Los días habrán recortado sus horas de sol; la luz de la puesta no será tan radiante, languidecerán las tardes y empezará a pesar en el ánimo el final de lo bueno y el proyecto cercano del nuevo curso. Estamos, creo, excesivamente condicionados por el calendario escolar. No acabamos de recoger las notas y ya nos están advirtiendo de la necesidad de reservar los nuevos libros de texto. Es como cuando todavía no nos hemos despojado del bañador y nos flagelan con la campaña de juguetes de S.S.M.M. los Reyes Magos y, por supuesto, con el sorteo de Navidad. Qué pereza!
Este verano lo hemos empezado dándonos un homenaje exclusivamente de pareja en Menorca. Pese a la sorprendente coincidencia en la sensación de tedio que provoca la isla en algunos de mis amigos (ellos se lo pierden), me ha resultado una muy vigorizante experiencia; una carga de pilas y una buena ocasión para apreciar la fortuna de vivir a menos de media hora de vuelo de esta pequeña joya mediterránea. Pasearla en coche, a cielo descubierto, por sus amables carreteras, envueltas en variadas tonalidades de verdes, descubriendo cientos de rincones inexplicablemente solitarios en esta época del año, con días que prolongan su luz hasta casi las diez de la noche constituye una inmensa sensación de bienestar. Si, además, la gastronomía acompaña, el viaje puede llegar a convertirse en un imprescindible; rompe el agotamiento de todo el curso y prepara el cuerpo para el resto del verano.
Intensificaré el esfuerzo por sacar el máximo rendimiento a estas semanitas y me pegaré al monitor, como cada año, todos los días, antes de las ocho de la mañana. A partir del último encierro, el verano empezará a sucumbir ante la nueva rutina. Y para septiembre.....
Crece la sensación de que cualquier tiempo pasado fue mejor.