Un día cualquiera, febrero del 85. Tras haber pasado muchas horas delante de los apuntes, entumecido, me levantaba de la silla. Bajo el flexo, un montón de folios vueltos hacia abajo y un cenicero lleno de colillas de Marlboro. El aire denso de la habitación invitaba a abrir la ventana de par en par, pero afuera hacía demasiado frío y a esas horas de la madrugada lo que más me apetecía era meterme ya en la cama e intentar dormir, a pesar de todo.
Todo, era mucho. Habría sido, probablemente, otra dura jornada, desde muy temprano. El teléfono había sonado, como cada mañana, antes de las siete. Al otro lado, mi madre, desde Palma:
-Buenos días, van a pasar las vacas de leche.
-Hola, mamá, buenos días, me voy para la ducha. Hasta luego.
Protocolo habitual. Por entonces yo vivía solo en el piso de Barcelona y así era un día tras otro. Me llamaba al teléfono de la habitación del fondo, al "55", de lunes a viernes para asegurarse, supongo, desde la distancia, que me levantaba para ir a trabajar -no he sido jamás usuario de despertador-. Sabía entonces mi madre y sabe ahora que jamás faltaría al trabajo y sospecharía también y ahora tiene la certeza de que más de una mañana me iba directamente a trabajar, con el mero trámite previo -eso, sí- de ducha y afeitado, después de alguna larga noche de jueves en el "UP&DOWN".
Convocatoria de febrero, hace ahora treinta años. En proceso, la primera tanda de exámenes de final de carrera; historia del derecho, de primero e internacional privado y para Junio, civil y procesal.
Los apuntes de clase volaban desde las copisterías que había alrededor de la facultad y los sobres de rank xerox iban acumulándose encima de la mesa. El tiempo que quedaba libre, desde la salida del trabajo hasta que me vencía el sueño, lo entregaba incondicionalmente a aquella tarea. Ni siquiera la compañía de la cadena de música Grundig (studio 430) - eran los inicios de antena 3 radio- me distraía del cometido. Si acaso, una fugaz coca-cola en el Farigola, a final de la tarde, con los muchachos del Es molt dur, nuestro equipo de fútbol-sala.
En una esquina de la mesa de estudio, bajo una aparatosa funda de lona gris, la vieja hispano-olivetti. Un pesado bloque de hierros, muelles y teclas; la M40 negra, con carro de anchura estandar.
Salvadas de un seguro viaje al desguace, algunos amortizadísimos ejemplares fueron apareciendo paulatinamente en nuestras vidas y generando en casa la lógica expectación, desde unos cuantos años atrás, en los setenta.
Con ellas aprendimos a escribir a máquina. Con menos de catorce años, una misión diaria después de comer y antes de volver al cole, Estudios Burgos: una página de mecanografía sin fallos, "Método Caballero de mecanografía al tacto"; asdfg, asdfg, asdfg, ñlkjh, ñlkjh, ñlkjh....qwert, poiuy, qwert, poiuy....
Columnas y columnas, hojas y hojas; día tras día. Las yemas de los dedos congeladas, percutiendo con fuerza -había que apretar- en cada una de las teclas; duras y frías. Las manos desnudas(gato con guantes, no caza ratones). Acababan doliendo los dedos y había que apurar lo suyo para alcanzar, mínimo, las doscientas pulsaciones por minuto (cada dedo, exclusivamente sus teclas). Todo un reto para pasar el test. Y el ruido; aquel tecleo sobre el carro sonaba como una lluvia de proyectiles sobre una plancha de hierro. Se encallaban las varillas y su aceite lubricante dejaba en el aire un aroma muy peculiar, antiguo. Gracias a aquella instrucción y a algún cursillo audiovisual hoy en día escribo con todos los dedos (y me equivoco con cada uno de ellos), sin mirar al teclado. Mientras que hoy los niños entienden mucho de informática, pero teclean con dos dedos, sobrevolando el teclado con el aleteo de los buitres.
Entre aquella primera "época olivetti" de los setenta y pocos y la actual, sólo han pasado cuarenta años y ahora se deslizan los dedos sobre teclados sensibles, virtuales o táctiles, que ni suenan y se corrigen los gazapos con un simple retroceso; no hay que echar mano de las tiritas de papel tippex (¿que es eso, papá?) guardada en la cajita naranja adherida a un lateral de la máquina y no hay que borrar cuidadosamente cada errata en cada una de las seis copias introducidas en el carro, intercaladas entre una y otra una hoja de papel-carbón Kores. Las últimas resultaban ilegibles, pero se levantaban las actas de la Junta Técnica de Intendencia* en "sextuplicado ejemplar". Por esa habilidad y un poco de cultura general y cálculo obtuve mi primer trabajo y me encargaron una primera misión; pasar a máquina, de carro ancho, todas las actas de aquella Junta, atrasadas desde unos cuantos años atrás.
Con cierta frecuencia, todavía me asalta alguna madrugada una inquietante pesadilla. Estamos a un paso de los exámenes y todavía me queda mucho que hacer y sigo de fiesta. Se acerca el final de curso y debo ponerme a estudiar. No llego. Un sudor frío recorre todo mi cuerpo y me genera una asfixiante angustia. Uf, ha sido un sueño. Son las seis de la mañana, Herrera en la onda comienza a desgranar la actualidad de la jornada. Buenos días.
* Las Juntas Técnicas de Intendencia, en sus sesiones, plasmadas posteriormente en cada acta, eran los órganos encargados, entre otras funciones, de declarar la baja en inventario del material inútil: mobiliario y enseres de las unidades de toda la Región Militar. Tuve trabajo muchos meses, sin separarme de mi vieja olivetti.
-Buenos días, van a pasar las vacas de leche.
-Hola, mamá, buenos días, me voy para la ducha. Hasta luego.
Protocolo habitual. Por entonces yo vivía solo en el piso de Barcelona y así era un día tras otro. Me llamaba al teléfono de la habitación del fondo, al "55", de lunes a viernes para asegurarse, supongo, desde la distancia, que me levantaba para ir a trabajar -no he sido jamás usuario de despertador-. Sabía entonces mi madre y sabe ahora que jamás faltaría al trabajo y sospecharía también y ahora tiene la certeza de que más de una mañana me iba directamente a trabajar, con el mero trámite previo -eso, sí- de ducha y afeitado, después de alguna larga noche de jueves en el "UP&DOWN".
Convocatoria de febrero, hace ahora treinta años. En proceso, la primera tanda de exámenes de final de carrera; historia del derecho, de primero e internacional privado y para Junio, civil y procesal.
Los apuntes de clase volaban desde las copisterías que había alrededor de la facultad y los sobres de rank xerox iban acumulándose encima de la mesa. El tiempo que quedaba libre, desde la salida del trabajo hasta que me vencía el sueño, lo entregaba incondicionalmente a aquella tarea. Ni siquiera la compañía de la cadena de música Grundig (studio 430) - eran los inicios de antena 3 radio- me distraía del cometido. Si acaso, una fugaz coca-cola en el Farigola, a final de la tarde, con los muchachos del Es molt dur, nuestro equipo de fútbol-sala.
En una esquina de la mesa de estudio, bajo una aparatosa funda de lona gris, la vieja hispano-olivetti. Un pesado bloque de hierros, muelles y teclas; la M40 negra, con carro de anchura estandar.
Salvadas de un seguro viaje al desguace, algunos amortizadísimos ejemplares fueron apareciendo paulatinamente en nuestras vidas y generando en casa la lógica expectación, desde unos cuantos años atrás, en los setenta.
Con ellas aprendimos a escribir a máquina. Con menos de catorce años, una misión diaria después de comer y antes de volver al cole, Estudios Burgos: una página de mecanografía sin fallos, "Método Caballero de mecanografía al tacto"; asdfg, asdfg, asdfg, ñlkjh, ñlkjh, ñlkjh....qwert, poiuy, qwert, poiuy....
Columnas y columnas, hojas y hojas; día tras día. Las yemas de los dedos congeladas, percutiendo con fuerza -había que apretar- en cada una de las teclas; duras y frías. Las manos desnudas(gato con guantes, no caza ratones). Acababan doliendo los dedos y había que apurar lo suyo para alcanzar, mínimo, las doscientas pulsaciones por minuto (cada dedo, exclusivamente sus teclas). Todo un reto para pasar el test. Y el ruido; aquel tecleo sobre el carro sonaba como una lluvia de proyectiles sobre una plancha de hierro. Se encallaban las varillas y su aceite lubricante dejaba en el aire un aroma muy peculiar, antiguo. Gracias a aquella instrucción y a algún cursillo audiovisual hoy en día escribo con todos los dedos (y me equivoco con cada uno de ellos), sin mirar al teclado. Mientras que hoy los niños entienden mucho de informática, pero teclean con dos dedos, sobrevolando el teclado con el aleteo de los buitres.
Entre aquella primera "época olivetti" de los setenta y pocos y la actual, sólo han pasado cuarenta años y ahora se deslizan los dedos sobre teclados sensibles, virtuales o táctiles, que ni suenan y se corrigen los gazapos con un simple retroceso; no hay que echar mano de las tiritas de papel tippex (¿que es eso, papá?) guardada en la cajita naranja adherida a un lateral de la máquina y no hay que borrar cuidadosamente cada errata en cada una de las seis copias introducidas en el carro, intercaladas entre una y otra una hoja de papel-carbón Kores. Las últimas resultaban ilegibles, pero se levantaban las actas de la Junta Técnica de Intendencia* en "sextuplicado ejemplar". Por esa habilidad y un poco de cultura general y cálculo obtuve mi primer trabajo y me encargaron una primera misión; pasar a máquina, de carro ancho, todas las actas de aquella Junta, atrasadas desde unos cuantos años atrás.
Con cierta frecuencia, todavía me asalta alguna madrugada una inquietante pesadilla. Estamos a un paso de los exámenes y todavía me queda mucho que hacer y sigo de fiesta. Se acerca el final de curso y debo ponerme a estudiar. No llego. Un sudor frío recorre todo mi cuerpo y me genera una asfixiante angustia. Uf, ha sido un sueño. Son las seis de la mañana, Herrera en la onda comienza a desgranar la actualidad de la jornada. Buenos días.
* Las Juntas Técnicas de Intendencia, en sus sesiones, plasmadas posteriormente en cada acta, eran los órganos encargados, entre otras funciones, de declarar la baja en inventario del material inútil: mobiliario y enseres de las unidades de toda la Región Militar. Tuve trabajo muchos meses, sin separarme de mi vieja olivetti.