Tercer domingo de adviento, tercera vela. Vivo muy confortablemente en una comunidad cristiana. Ojo: sin ataduras ni cilicios. Cada cual profesa su fe como mejor le conviene. No hay exigencias y nadie pasa factura. Lo dice Padre Toni con el tino que le caracteriza. Gracias.
Nos sale del horno un domingo tremendamente soleado. El gato y yo nos desperezamos al unísono en el balcón de casa con un panorama tremendamente sugerente. Como si no hubiera un mañana él extrae las cuchillas de sus garras en una impúdica exhibición de su capacidad de fuego. Luego ronronea y restriega su lomo en mis pantalones. Yo extiendo mis brazos. Ni una ligera brisa. Rondaremos los quince grados y los rayos del sol llegan a cegar la vista. Al fondo, Palma. Una ciudad confinada a tiempo parcial. La inconsciencia de los tontos nos lleva a un encierro entre las diez de la noche y las seis de la madrugada. Algo que no altera mi vida en lo más mínimo. Luego, lo que cada cual considere más oportuno le exigirá ser o no más riguroso. Debo pertenecer yo a una secta extremista: pues si no hay que salir, no se sale y punto. La fiesta, mejor en casa. Así, el fin de semana se convierte en un festival gastronómico premiado en el limitado círculo familiar. Qué rico, papá o buenísimo, amor, cariño, cosso (o lo que sea).
No hay cine - como si no existieran las salas de proyección- ni teatros, ni óperas. No hay conferencias ni salas de exposición. No hay ya ni bares ni terrazas. Por no haber no ha habido ni tenis en las dos últimas semanas porque se nos instaló un negro nubarrón que no dejó de descargar sus lluvias cada día de esas dos semanas. Las pistas anegadas y una punzada en mis lumbares. La inactividad pasa factura y no son años.
La playa llama y atendemos con sumo agrado. Echarse al mar un 13 de diciembre es algo más que un reto. Es apetecible. Cada vez, es cierto, hay menos visitantes pero no estamos solos. En el agua, sí. Sólo unos pocos. Algunos con traje, otros con camiseta térmica. Yo, a pelo. Un par de chapuzones, es cierto. Lo justo para evitar que la temperatura del agua llegue a entumecer los brazos. Cuesta hasta nadar pero cuando se alcanza la orilla tras una breve secuencia de brazadas el tono físico se recupera y desaparece la lumbalgia y los peores presagios.
A sabiendas de que el placer gastronómico nos espera en casa, retornar a la paz interior al tibio sol de diciembre resulta placentero y terapéutico. Cuesta levantarse de la silla plegable. Algas, salitre y brisa marinera nos han pagado el importe de este domingo que recorta sus horas de sol a un ritmo desquiciante.
Ya en casa, un domingo por la tarde sin perezas ni asperezas. Paz social y el netflix en el salón.
Ya mañana nos volveremos a enfrentar con el cesto de la ropa sucia de una actualidad tan densa como el poso de algas que okupa la orilla. Qué hartura!
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