Asumo el riesgo de quedar viejuno -me importa un bledo- y de traer a la punta de la lengua silenciosa de algún lector de este blog cualquier epíteto adecuado a mi cotidiana rememoración de las batallitas del abuelo pero es que cada día que pasa me pesa un poquito más la fugacidad de la vida.
Casé tarde - con cuarenta años cumplidos y como muchas veces digo, no sé si me precipité- pero enseguida nos propusimos tratar de traer al mundo nuevos seres con los que repoblar nuestro viejo planeta y contribuir, en la medida de nuestras modestas posibilidades, al equilibrio demográfico de una sociedad retratada en franca retirada respecto de la natalidad.
Primero una niña (hasta el momento de bajar al paritorio, el bebé que llevaba en su barriguita la madre gestante se llamaba Luis) y al cabo de un tiempo, otra niña (también, esta vez sí, llamada Luis hasta poco después de asomar su pequeña cabecita).
María y Ana eran muy pequeñitas y por exigencias del guion (la dedicación profesional de su madre) fueron muchas las tardes y las noches enchufados a biberones, pañales, cambiadores y toallitas. Tareas que hice de mil amores y que repetiría sin titubeos si, echando para atrás la película, tuviera que volver a revivirla. Asistir a las primeras expresiones de sorpresa y alegría, de los enojos también, a los primeros pasitos y, sobre todo, a las primeras muestras de estar en posesión de un criterio propio, constituye un verdadero regalo que ningún padre y ninguna madre debería perderse por nada en el mundo.
Lo que indudablemente marca un hito irreversible es el primer día en que comparten mesa y mantel y se sientan, con cojines extra tal vez, en una silla normal y, a pesar de que la barbilla queda todavía por debajo del servicio, toman su cuchara y comen por sí mismas con los cubiertos de mayor. Ese día, en el fondo del subconsciente de los padres, queda grabado para siempre.
Un largo recorrido en permanente revisión -todo un tratado de usos sociales- sobre cómo se sienta uno en la mesa, cómo se toma la servilleta, cómo se usan los cubiertos, cómo se sirve y cómo se llevan los alimentos a la boca, cómo se trata a un invitado, cómo se levanta uno de la mesa, pidiendo siempre permiso al mayor de los comensales...(todo muy cursi y muy demodé, pensarán algunos)
Como les dije a mis hijas una de las primeras veces en las que comíamos todos en la misma mesa: es improbable que lleguen a heredar coches de lujo, ni yates, ni segundas residencias, ni rolex: lo único que puedo ofrecerles en herencia es un poco de educación, llave absolutamente subestimada hoy en día con la que, a pesar de todo, se abren muchas puertas.
- Casi todo eso lo he entendido, papá, pero ¿qué es un rolex? preguntó Ana con los ojos bien abiertos, un enorme cucharón en su mano derecha y su barbilla que apenas rozaba el mantel de la mesa.
El viernes 4 de diciembre Ana cumplió dieciséis años.
Felicidades Ana y recuerda siempre el primer día que te empeñaste en usar una cuchara de mayor.
pincha aquí