lunes, 20 de marzo de 2017

Un paso de cebra

Un paso de cebra, debidamente pintado sobre el asfalto y señalizado convenientemente, ampara un derecho pero en absoluto garantiza la vida. 

Hace unos días casi me arrolla una imprudente conductora que, además, tuvo el arrojo de detener su vehículo unos metros más adelante, bajar su ventanilla y muy altaneramente abroncarme porque, según su apreciación, yo no caminaba sobre las líneas blancas. Si hubiera sido como ella decía, asumiendo yo mi error, me habría callado y habría pedido perdón, pero ¡vaya si estaba cruzando la calle, li-te-ral-men-te, sobre el paso de cebra! Ojito con lo que consumimos, que puede haber vidas humanas en juego.

En frente de mi trabajo hay un parque urbano. Concebido a partir de los usos y gustos municipales contemporáneos, luce más el hormigón y el hierro forjado que el verde de árboles, arbustos, plantas y césped. No obstante podría definirse como un espacio de ocio para niños y tercera edad y no necesariamente por este mismo orden. Es algo así como una zona de uso compartido. Por la mañana, los mayores. Por las tardes, los niños, supongo. 

Un nutrido grupo de provectas chinas bailan una danza oriental. Separadas unos metros entre sí, ejecutan una coreografía armoniosa, sin apenas salirse de una baldosa; agitan levemente brazos, caderas y piernas al tiempo que van girando sobre sí mismas de manera simultánea. Algo así como un taichí musiquero. Un equipo de música reproduce una melodía y una de ellas, cual monitora, ordena la ejecución de los movimientos. Hace unos meses eran sólo tres de ellas las que efectuaban esta rutina junto a uno de los bancos y entonces el sonido lo reproducía un teléfono móvil. Llegarán a ser multitud.

Otro grupo de pensionistas, desde muy temprano, juegan a la petanca. Discuten y cacarean ruidosamente. Alardean de su habilidad y el tono de las discusiones llega, en ocasiones, a aparentar la gravedad de una afrenta. Entre ellos mismos aplacan la subida de tensión y al cabo de un rato, apaciguados los ánimos,  sigue sonando el tintineo de las bolas al golpearse entre sí o al colisionar contra el tablón que delimita la zona de juego.

Voy camino del banco y coincide con la hora de salida de sus casas de muchos escolares camino de la escuela. Grandes y pesadas mochilas colgadas de la espaldas y variado colorido en sus vestimentas. Las madres apuran en la despedida -traspaso de besos y bocatas-  y aceleran el paso para llegar a tiempo a la parada del autobús.

Un vehículo ha detenido su marcha y a pie del mismo una mujer de avanzada edad aguarda el momento de hacerse cargo del depósito; un rollizo nieto envuelto delicadamente con la ropa de ese día que su madre deja al cuidado de la abuela antes de irse a trabajar. Bebé, mochila y cochecito quedan en las mejores manos. No tengo duda, a juzgar por la expresión con la que la abuela contempla al pequeño. Como hoy no llueve y aunque el nieto no sepa todavía donde está, la buena abuela lo bajará al parque para que le dé el aire y un poquito de sol. Se sentará en el banco y mecerá el cochecito orgullosamente ante sus compañeras y vecinas, a sabiendas de que en un par de años se subirá a lo más alto del tobogán y jugará con otros niños, con otros nietos.

Llego al banco, voy de paisano. Nada ni nadie me ha perturbado por el camino. Nadie me ha hecho fotografías ni se ha burlado de mí. Soy -me considero- un ciudadano normal, un ciudadano más que en un momento determinado necesita realizar una gestión bancaria en mi horario de trabajo, eso sí. Por el camino no molesto a nadie ni voy provocando a otros ciudadanos a los que contemplo con naturalidad y normalidad, ya ves.

Qué suerte tengo. La Constitución ampara mi derecho, pero desgraciadamente, como un paso de cebra, tampoco puede garantizar mi integridad física, ni puede impedir que un par de imbéciles descerebrados y colocados con todo tipo de substancias se crean en el derecho de arremeter contra mi libertad de no insultar ni ofender a nadie con mis actos personales. Ni aún vistiendo uniforme militar.

Me duele el puntapié recibido por mi compañero al que no tengo el placer de conocer, pero me duele infinitamente más el silencio de quienes, desde la responsabilidad de gobernarnos, deberían, qué menos, condenar este tipo de actos violentos y agresiones gratuitas pero han decidido mirar hacia otro lado. Aún estoy esperando, ingenuo de mí. Claro, no era más que un militar.

Escribo esto en Palma de Mallorca en el mes de marzo de 2017. 

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