No quisiera transmitir debilidad ni pesimismo, pero la realidad sigue siendo muy tozuda y la actualidad, más. Al filo del alba, cuando empiezan a reactivarse mis circuitos neuronales (ya muy pocos van quedándome) y echo una mano hasta el pinganillo de la radio, que se desprendió, a Dios gracias, en algún momento de la madrugada, comienzo a recibir la información de los primeros informativos. Con mucha guasa, a veces, o con toda su crudeza, habitualmente, los titulares avanzados por la voz amable del periodista ya me van agriando el ánimo y salvo que tuviera una piel muy dura, me va calando el mal rollo.
Añoro la candidez de la edad de la ignorancia que nos hacía creer en un mundo feliz. A medida que fuimos creciendo y estudiando la historia universal y la religión fuimos descubriendo que, desde Caín y Abel, nunca fue así. Que desde el origen de la humanidad, su evolución ha venido marcada por lucha, violencia y dolor. Inicialmente, justificado todo ello, en todo caso, por el instinto de supervivencia y el pobre desarrollo intelectual del ser humano y después y hasta la fecha, por su ambición, odios absurdos y en superior medida, por la estulticia, que es mucha y por desgracia, cada vez mayor.
Siento echar jarrazos de agua helada sobre el ánimo de quien esto lea, pero el panorama no permite muchas alegrias. Veamos.
A los españoles que ya hemos superado una cierta edad y por encima de la mía, a mis mayores que respeto con todo mi afecto, las situaciones que pueden vivirse en torno al proceso catalán duelen especialmente. Pero si, además, el vínculo afectivo con Cataluña está basado en el hecho de haber nacido o haberse criado allí, el dolor es mayor. Si el resultado final del proceso trajera consigo el previsto nefasto resultado, las consecuencias podrían ser catastróficas para los catalanes, pero también para el resto de los españoles, catalanes y no catalanes. La mayoría de ellos lo saben, lo asumen y pese a ello, siguen manifestando su voluntad de lograr sus objetivos. Mientras, una gran parte silenciosa -no obstante- de su población, -los catalanes que siguen sintiéndose españoles-vive con temor la situación, (que viene de lejos) y teme, ahora sí, por su futuro. Las advertencias procedentes, no ya del "enemigo" español, sino de una extensa variedad de autoridades políticas y económicas internacionales no parece hacer mella en el entusiasmo independentista. Lo cierto, desgraciadamente, es que la euforia de unos es directamente proporcional al pánico de otros. Y a mí, me duele. Si a mi madre le sorprendiera en Barcelona una situación crítica y tuviera que ir a rescatarla, yo estaría dispuesto a tirarme del tren en cualquier estación de cercanías y auparla aunque fuera a través de la ventanilla, hasta su interior y poder salir como ya hizo hace casi ochenta años. ¿Dónde acabo de ver esa imagen? ¿Qué coño hemos aprendido?
Mientras todo esto sigue desarrollándose, cientos de miles de refugiados trepan vallas, atraviesan campos y mares de Europa jugándose el tipo en pos de un porvenir muy incierto, pero a buen seguro mucho más venturoso que el que les cabe esperar en sus pueblos y ciudades de origen.
Puede parecer una frivolidad, pero no muy descabellado, a juzgar por la impresión general, que frente a esas imágenes podamos oponer otras similares que puedan darse a partir de esa frenética huida hacia no se sabe muy bien dónde, tras las elecciones catalanas.
En el peor de los casos, siempre nos queda el fino sentido del humor de Trueba. ¡Qué chispa tiene el tío, qué gracioso es! Desternillante.
Al borde del abismo al que han llevado algunos, no ya a su "nación" catalana, sino también al resto de España, por las repercusiones económicas y sociales que puedan darse, me asomo, entre escéptico e incrédulo, a un pequeño balcón de ese mismo Mediterráneo, un día cualquiera de este lujoso mes de septiembre, abrazado al sencillo bienestar que me proporciona poder seguir pagando mis facturas y cumpliendo con mis deberes familiares, deseando que nada a mi alrededor empiece a desmoronarse y disfrutando gratuitamente de este cálido regalo de la naturaleza.
Mientras todo esto sigue desarrollándose, cientos de miles de refugiados trepan vallas, atraviesan campos y mares de Europa jugándose el tipo en pos de un porvenir muy incierto, pero a buen seguro mucho más venturoso que el que les cabe esperar en sus pueblos y ciudades de origen.
Puede parecer una frivolidad, pero no muy descabellado, a juzgar por la impresión general, que frente a esas imágenes podamos oponer otras similares que puedan darse a partir de esa frenética huida hacia no se sabe muy bien dónde, tras las elecciones catalanas.
En el peor de los casos, siempre nos queda el fino sentido del humor de Trueba. ¡Qué chispa tiene el tío, qué gracioso es! Desternillante.
Al borde del abismo al que han llevado algunos, no ya a su "nación" catalana, sino también al resto de España, por las repercusiones económicas y sociales que puedan darse, me asomo, entre escéptico e incrédulo, a un pequeño balcón de ese mismo Mediterráneo, un día cualquiera de este lujoso mes de septiembre, abrazado al sencillo bienestar que me proporciona poder seguir pagando mis facturas y cumpliendo con mis deberes familiares, deseando que nada a mi alrededor empiece a desmoronarse y disfrutando gratuitamente de este cálido regalo de la naturaleza.
Mar de septiembre en Illetas, Mallorca.